"Los cazadores de montaña
cuentan con la ventaja
de tener que luchar y vencer
ya en tiempo de paz".
«La pérdida de la esperanza, en vez de la pérdida de la vida, es el factor que realmente decide las guerras, las batallas y hasta los combates más pequeños. Toda la experiencia adquirida de la guerra nos demuestra que cuando el hombre llega al punto donde ve, o siente, que cualquier esfuerzo o sacrificio adicional no hace más que retardar el final, comúnmente pierde la voluntad de continuar y se doblega ante lo inevitable»
Con tal reflexión, el renombrado estudioso de la táctica Basil Liddell Hart, no hacía sino reafirmar lo que ha sido, y continúa siendo, una constante en el desarrollo de los conflictos armados Sin embargo, a lo largo de la historia, desde individuos aislados hasta unidades enteras, han mantenido la esperanza y con ella la voluntad de continuar luchando y venciendo, en circunstancias que, objetivamente, hubieran debido llevarles a «doblegarse ante lo inevitable».
¿Qué marca pues la diferencia? ¿Por qué cuando unos consideran llegado el límite, otros, en la misma situación, continúan batiéndose inasequibles al desaliento? La razón se encuentra hoy, como siempre, en el triunfo de la voluntad y su reflejo, la moral, como elemento trascendental y condicionante de la capacidad de combate.
Son varios los factores en los que, de acuerdo con nuestra Doctrina, se basa la moral. Junto a la legitimidad de la acción, el bienestar de la unidad y la comprensión de la finalidad de las acciones a emprender (aspectos independientes del carácter de las propias operaciones y del tipo de Unidad que se considere) adquieren especial valor la confianza en el mando, la confianza en sí mismo, la experiencia adquirida en situaciones en las que las fatigas, los riesgos y las penalidades sean similares a las del combate y, por último, la cohesión de la unidad.
Pero:
- ¿Cómo practicar aquellas virtudes que raramente han de manifestarse sino en los momentos intensos y decisivos del combate?
- ¿Cómo experimentar el sentimiento de enfrentarse a situaciones imprevistas y voluntades encontradas que escapan a nuestro control sorprendiéndonos siempre y, pese a todo, ser capaces de vencerlas?
- ¿Cómo reproducir los riesgos, las fatigas y las penalidades del combate?
Y en cuanto a los cuadros de mando ¿Cómo saber cuál será su manera de actuar cuando de las decisiones adoptadas, aún de las más simples, dependa no ya el cumplimiento de una misión, sino simple y llanamente la integridad y la vida de sus subordinados y la suya propia?
Sofisticados sistemas de simulación pueden reproducir hasta en sus más nimios detalles distintas situaciones del combate. Inofensivos y seguros materiales permiten llegar, incluso, a experimentar el enfrentamiento directo. Todo ello, es cierto, inculca desarrolla y practica, técnicas y procedimientos destrezas y aptitudes en suma, pero no dan respuesta a los interrogantes planteados.
¿Cómo alcanzar entonces ese grado de instrucción realista que preconiza nuestra Doctrina como elemento esencial de la moral?
Dos elementos fundamentales marcan la diferencia entre la instrucción y el combate:
En primer lugar, la presencia, en ocasiones sutil, en otras directa y descarnada, pero siempre permanente, del riesgo que lo preside todo.
En segundo lugar y como consecuencia de la amenaza sentida, el sentimiento de temor, innato y propio de la naturaleza humana, simple mecanismo y reflejo de nuestro instinto de supervivencia y que ha de ser vencido.
Ambos elementos se hallan presentes en la actividad desarrollada en el ámbito de la alta montaña. Presencia permanente del riesgo como combinación de terreno y de ambiente, ambos multiplicadores de amenazas procedentes de la naturaleza, siempre incontrolada y frecuentemente imprevisible y, como consecuencia, auténtico sentimiento de temor, que exige un compromiso moral directo para ser vencido.
Pero, además, otros muchos elementos aproximan a los mandos y tropas de montaña a la realidad misma del combate.
La dependencia de las propias capacidades, de la propia técnica y, al mismo tiempo, la dependencia de los demás. La necesidad imperiosa del compañero, de su apoyo, de su protección de su simple presencia, a veces simplemente intuida al extremo de una cuerda, siempre tensa pero nunca tirante.
Las limitaciones de la tecnología, aún de las más avanzadas, que hacen que, frecuentemente sea en última instancia el hombre, sin más herramienta que su propia voluntad, el que deba superar los obstáculos. El valor del equipo bien conservado, garantía de la propia supervivencia. La capacidad de distinguir entre lo esencial y lo superfluo, porque, es bien sabido, lo superfluo pesa y ocupa espacio. La tiranía del detalle, la trascendencia de lo más simple.
El aislamiento y la soledad del mando, sin que los sofisticados medios de enlace permitan asegurar que se dispondrá en todo momento de comunicaciones a distancia, incrementando la responsabilidad de los que han de adoptar decisiones, frecuentemente en los niveles más elementales sin contar con la proximidad y las instrucciones claras del mando superior.
La importancia de la disciplina la profunda, la que se asume individualmente y la que se busca colectivamente, basada en el convencimiento y en la competencia demostrada del Jefe.
Los ojos del soldado vueltos hacia su mando, clavados en su espalda, siguiendo y pisando, literalmente, sus mismas huellas.
El prestigio ganado en medio de la tormenta y sonriendo cara al vacío, a base de técnica pero sobre todo de serenidad y temple.
La responsabilidad impuesta.
La sanción enorme, incluso definitiva, con la que la propia montaña castiga el menor descuido.
El compromiso asumido con cada decisión, conscientes de su trascendencia para la propia vida de sus subordinados.
La mejor recompensa en las vidas que se salvaron, mejor si ni siquiera llegaron a saber que estuvieron en peligro.
Y junto a todos estos elementos, la convicción primero y la certeza después, de que donde hay una voluntad, hay un camino; de que la dificultad como el enemigo, puede vencerse. La satisfacción de sentir la vida en la punta de los dedos El sabor de la victoria y la certeza de que no son cumbres lo que se conquistan, sino las propias limitaciones y los propios miedos. El compromiso individual y la empresa colectiva.
Curiosa e insondable la naturaleza humana y sus pasiones. Tal vez es, simplemente, que la montaña constituye la excusa para volver a encontrarse con nuestra propia esencia, que da lo mejor de sí mismo frente a la dificultad. Por ello, el «a dónde», termina cediendo su puesto a los «por dónde, cómo y cuándo»: Por el itinerario más difícil; con el menor número de apoyos en las condiciones más duras.
Este conjunto de sentimientos, de actitudes, configuran el espíritu de las Unidades de Montaña, calladas y poco dadas al elogio y la autocomplaciente con una humildad no siempre bien comprendida, fruto quizá de la conciencia clara, por la grandiosidad del medio en el que desarrollan su actividad, de sus propias limitaciones.
Sensaciones similares, vivencias parecidas a las expuestas, pueden encontrarse en los relatos y en las experiencias transmitidas por aquellos que han entrado en combate, en cualquier tipo de escenario, sea o no, montañoso. Es cierto y, por eso, las cualidades que adornan al combatiente en montaña, no son sino la expresión genuina de las virtudes tradicionales del soldado español. Simplemente, los cazadores de montaña cuentan con la ventaja de tener que luchar y vencer ya en tiempo de paz. Por ello, más allá de sus capacidades operativas, de su evidente eficacia en el espacio de batalla moderno, frente a ese enemigo que buscará el escenario complejo en el que la superioridad tecnológica ceda su lugar al combatiente individual, y de la aplicación que sus técnicas específicas y su manera de actuar tienen en el ámbito urbano, el espíritu de las Unidades de Montaña, considerado como su principio generador su esencia misma, les confiere, hoy y mañana una especial capacidad de combate.
Hoy más que nunca, el componente moral de la capacidad de combate tiene una importancia capital. En las operaciones actuales y en las que se proyectan en el futuro, los tradicionales intereses vitales de las naciones, población, territorio, soberanía e independencia, no están en juego o, al menos, esta es la percepción de la opinión pública.
La defensa de otros intereses esenciales no se lleva a cabo sobre el territorio nacional sino que implica actuar en escenarios alejados de las propias fronteras. Por otra parte, el elevado grado de desarrollo económico y la auténtica revolución tecnológica de los últimos años, han producido cambios importantes en los valores sociales. En este sentido, ha ido ganando terreno en las sociedades occidentales una percepción materialista, en la que priman la búsqueda del bienestar individual y la consecución del éxito personal con el mínimo esfuerzo necesario, lo que provoca, en definitiva, una menor aceptación de los sacrificios de cualquier índole.
La voluntad nacional, materializada en el apoyo de la opinión pública, es hoy más que nunca el centro de gravedad estratégico de los países de nuestro entorno Pero, no hay que engañarse, las Fuerzas Armadas, reflejo de virtudes y defectos de la sociedad también pueden contagiarse de esta percepción por lo que la voluntad de combate, la moral de las unidades, es hoy una vulnerabilidad crítica a todos los niveles.
Conscientes de esta realidad, el verdadero reto que tiene planteado el sistema moderno de enseñanza militar de formación, es el de proporcionar a quienes han de engrosar las filas del Ejército, particularmente a los futuros cuadros de mando, no solo los conocimientos, las destrezas y aptitudes necesarios para el desempeño de sus cometidos sino, además y fundamentalmente, el conjunto de actitudes que les conviertan en algo más que simples técnicos del combate, adquiriendo la cualidad de combatiente en toda la amplitud y grandeza del término.
Pues bien, estas actitudes no son sino el reflejo de una serie de valores y creencias que, en su conjunto, constituyen eso que llamamos moral y que, más que inculcados, deben ser redescubiertos en el alma misma del futuro soldado, cuánto más en los que han de ejercer el mando. Las virtudes no se aprenden, simplemente, se practican.
En este sentido, la montaña se presenta como un excelente campo de instrucción, facilitando la preparación física y moral para el combate. Implica el esfuerzo personal incrementando la resistencia el endurecimiento y la capacidad de vivir sobre el propio terreno. Impone un compromiso moral y el desarrollo de la capacidad de decisión. Refuerza el espíritu de equipo, forjado en situaciones difíciles y es, en definitiva, una excelente escuela de mando.
En línea con este esfuerzo y como un elemento más de formación, los planes de estudios de los cuadros de mando en nuestras Academias Generales siguen concediendo una importancia específica a las actividades realizadas en montaña, explotando sus similitudes con el combate. No es un criterio trasnochado ni particular. Varios son los países de nuestro entorno que explotan las enseñanzas que proporciona la montaña, no solo para formar a sus alumnos, sino que las hacen extensivas al conjunto de las unidades de combate que de forma periódica realizan etapas de instrucción y adiestramiento en este medio.
El camino está marcado.
Solo falta seguirlo con alegría, con decisión, con fe en el triunfo.
Con espíritu montañero.
Ángel Atarés Ayuso. Teniente Coronel. Infantería. DEM.
Revista Ejercito, nº 788, Noviembre 2006.