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11 ene 2019

Golpe de mano : EL PUENTE


Hace mucho tiempo, tanto que casi no recuerdo los detalles.

Durante el servicio militar, alguna noche, hacíamos instrucción de combate.

Creo que era una vez semanal, aunque puedo equivocarme; además esas cosas no se regían por ninguna norma inflexible.

Hacía una eternidad que habíamos asumido la capacidad de adecuarnos a cualquier circunstancia, por grave, extrema o rara que fuese. Debía ser algo innato y natural, en una compañía como la nuestra, la Compañía de Esquiadores Escaladores LI/51.

No logro ubicar el día, pero no podía ser ni jueves ni viernes.

El primero, porque era cuando acostumbrábamos a salir a Pamplona a relajarnos y cambiar el  “chip” cuartelero por la vida civil, con sus bares, discotecas, amigos, chicas...

Conllevaba a la vuelta, un estado psicofísico que no reunía las condiciones necesarias para semejante práctica.

El alcohol, y no hablo de otras sustancias con mayores capacidades evasoras, hacía olvidar la situación, fuera del entorno familiar y en el que habíamos permanecido, la mayoría de nosotros, bajo las alas protectoras de nuestros progenitores.

Permitía ver las cosas desde otro punto de vista, algo más positivo, y sobre todo más llevadero. Vamos, no como en “Apocalypse now” pero camino llevaba...

El viernes, imposible.

Sobra decir que abandonábamos la rutina militar para reintegrarnos de manera completa en la vida civil. A mediodía, recogidos los pases, volvíamos a casa a recuperarnos de lo sufrido a lo largo de esa semana. Las anheladas patatas fritas y cocidos de las amatxus, (no existe mejor tortilla que la de ella); la reconfortante cama...


ZAFARRANCHO

Pero como para todo hay excepciones, y con el fin de que fuéramos reconociendo el carácter extraordinario de esta unidad, una vez — me acaba de venir a la cabeza — fuimos retenidos en el cuartel.

Sí, ¡sorpresa!

El motivo oculto: unas maniobras que requerían nuestra presencia y para las que había que salir el domingo a la mañana.

El método fue de lo más pintoresco y, porqué no decirlo: guarro.

Cuando lo conozcáis, me daréis la razón, espero.

Ese viernes por la mañana antes de marchar se nos ordenó hacer zafarrancho de limpieza en todas las dependencias.

Ni que decir tiene que conocíamos infinidad de trucos, trampas y artimañas para evitar ser castigados y poder acercarnos a nuestros hogares un fin de semana más. Dentro de nuestra seguridad, estábamos confiados en la libranza, basados en una amplia experiencia y la norma no escrita de que los fines de semana...¡a casa!

¡Ingenuos!

El Cabo Cuartel, encargado por estricto turno, supervisaba las operaciones y pasaba el dedo por cualquier superficie susceptible de ser incriminatoria. Había que ser exigente si queríamos obtener el esperado resultado.

Todos los demás colaborábamos con ingentes cantidades de lejía e inquietas  fregonas, así como con delatores trapos blancos, intentando eliminar u ocultar al menos la roña, suciedad o polvo culpable de un posible castigo. Hasta ese momento no lo habíamos vivido, así que era algo inesperado, aunque no imposible —  bueno, improbable, por que en la Compañía no existía esa palabra.

Dimos por finalizado el ritual semanal, dentro de los límites establecidos por nuestros superiores como suficientes y nos preparamos para la inspección.

El Teniente Gil  de guardia — creo recordar que fue él — entró en el dormitorio de tropa.

El Cuartelero gritó:

¡COMPAÑÍA, EL TENIENTE!

Nos pusimos todos en posición de firmes y el Cabo Cuartel dio novedades:

¡A la orden, mi Teniente sin novedad y preparados para la revista del zafarrancho!

El Teniente Gil, antiguo mando legionario, comenzó la revisión por todos los recovecos del inmueble.

Su cara reflejaba satisfacción, a nuestro entender. Miraba debajo de las camas y no veía nada que pudiera ser objeto de recriminación. Pasó un pañuelo por encima de las taquillas y ni mota de polvo.

Accedió a los servicios y pudo comprobar la pulcritud de las duchas y lavabos.

El Cabo Cuartel  miraba al Oficial en espera de un mínimo gesto, intentando satisfacer cualquier duda. Los demás, ufanos, dábamos por superado el ritual.

En estas, el Teniente entra en el recinto de un sanitario, y observa los reflejos de la luz en la loza blanca del mismo. Síntoma inequívoco de la dedicación y escrupulosa limpieza a la que había sido sometido.

Le indica al Cabo Cuartel que coja un trozo de papel higiénico, cosa que hace. Y le ordena:

Cabo, pase el papel por el inodoro.

Disfrutábamos de unos cagaderos “a pulso”,  no había taza sanitaria, ni podíamos sentarnos y evacuábamos los excrementos en cuclillas, como podéis imaginar.

El Cabo repasa la porcelana por la que el papel se desliza como si fuera hielo virgen. Lo muestra.

Entonces, el Mando dice:

Agáchese de nuevo y repase otra vez.

Se agacha y lo rehace. Y cuando comienza a levantarse para mostrarlo al Teniente, este le indica:

 No se levante, meta el papel y repase por el interior del agujero.

— “¿POR EL INTERIOR DEL CAGADERO???” — pensamos todos...

El Cabo cumple la orden y sin palabras, con gestos es ordenado que se incorpore con el papel que porta.

qué es eso?  Le pregunta el Oficial

El papel, mi Teniente.

Ya lo veo... y que tiene?

El Cabo mira el papel delator, la chivata celulosa teñida de marrón. Su mirada se cruza con la del Teniente. Sí, dígame que tiene el papel.

El Cabo empieza a darse cuenta de la trampa en la que ha caído, mientras sus ojos intentan evitar los del Mando. Este, impenitente vuelve a preguntarle.

¿Qué es eso que tiene el papel?

¡Pues mierda, mi Teniente!

De esa manera fuimos invitados a pasar el fin de semana en situación de arresto, con “todos los gastos pagados”, y a la espera de partir hacia las inesperadas maniobras.

¡Casi no tenía “mili” el Teniente Gil! Comentaban que fue el de mayor edad de su promoción, aunque ello no fue óbice para quedar el primero. Guardo un grato recuerdo de él, ya que fue de los que dejan huella; y sus lapidarias frases: “cualquier situación es susceptible de empeorar”, (uff, se me pone la piel de gallina de recordar alguna vez en la que brotó de sus labios); “romanos, el enemigo no descansa”. Y vaya si no descansa...


GOLPE DE MANO

Pongamos que fuera miércoles, cualquier miércoles. Aunque con preferencia a una fecha más cercana al verano que al invierno. Y lo digo por vivencias poco gratas.

Por la tarde, a última hora nos comunicaban — a veces — porque en otras ocasiones era sorpresivo: esa noche haríamos instrucción nocturna.

Se nos citaba a retreta, a las diez,  preparados para salir con los elementos necesarios.

Una vez cenados, reuníamos el equipo. Ya teníamos experiencia en ese tipo de situaciones y no tenían que recordarnos lo que meter en la mochila, salvo alguna vez que modificaron los ejercicios, y avisaban,  si teníamos suerte, o no.

Algunos compañeros habían comprado pinturas para camuflaje del rostro: verde, caqui, marrón, negro… en una verdadera obra de arte se convertían algunos.

Otros, confiábamos en la capacidad tiznante del socorrido corcho quemado. Con el mechero lo calentábamos hasta que se quemaba en parte y una vez ennegrecido, frotábamos cualquier atisbo de piel que resaltara de entre las prendas.

Aprendimos que un buen camuflaje podía salvarte la vida y que pintar toda la cara de negro no servía de nada, podía resaltar más. Era mejor distorsionar la figura con diferentes trazos irregulares y asimétricos. En un cuidadoso descuido, como ciertos peinados actuales.

Las botas limpias, nunca brillantes para esos ejercicios, pantalón de faena con polo cuello de cisne y encima el jersey de lana y la “braga” tubular al cuello. En la cabeza el gorro de lana, caqui por un lado y blanco por el otro, para camuflarse en la nieve en caso necesario.

A la espalda la mochila de combate, más pequeña y funcional que la “Altus”, pensada para portar mayor peso. En su interior SIEMPRE, y siempre es siempre , el poncho impermeable por si las inclemencias meteorológicas lo exigían, para hacer un refugio provisional, o ser utilizado como camuflaje; la cantimplora llena con su cacillo, y varias cosas más necesarias en una inesperada situación de necesidad, como navaja multiusos, mechero, cerillas, corcho, cuerda, pastillas potabilizadoras, algún fruto seco...


A la cintura el machete y en la mano el fusil CETME inutilizado de una serie antigua; reservado para dar “barrigazos”, pasar la pista americana o cualquier otra necesidad en la que el armamento de dotación pudiera ser dañado.

Una vez formados y dadas novedades a los superiores, estos explicaban los ejercicios a  completar esa noche.



Esta vez, tocaba dar un “golpe de mano”: volar un puente situado en un pueblo cercano.

No recuerdo si era Berriosuso, al lado de Aizoaín

Cruzaba, a unos quince metros de altura, un pequeño regato y era una vía de comunicación de inestimable valor para los intereses del enemigo.

Como potencial objetivo y dada su importancia, era custodiado por un destacamento de guardia permanente.

Nuestra misión: ¡destruirlo!

Los Mandos dividieron los papeles de la operación. Una parte de nuestra sección se encargaría de la custodia y vigilancia del objetivo.

Otros dos pelotones intentarían burlar el cerco y llevar a buen término la operación. Colocarían el bote de humo revelador, simulando el explosivo.

Como Cabo, me responsabilizaron de esto último.

También repartieron munición de fogueo, varios cargadores a cada uno.

Señalados los roles, cada uno puso manos a la obra.

El enemigo a bordo de un todo terreno abandonó el cuartel camino de su lugar de ubicación.

Los demás salimos a paso ligero de allí, como acostumbramos.

Ya fuera del recinto militar, hicimos una reunión para determinar posibles alternativas y alcanzar el fin deseado.

Lo más obvio parecía infiltrarse desde el río, para nosotros y — ¡claro! —  para los guardianes.

Por parte de nuestros veteranos, ya habíamos oído diferentes versiones de un mismo hecho: la destrucción de ese puente. Hablaban de un pequeño riachuelo que pasaba por debajo de una arcada.

Cuando le tocó a ellos el mismo ejercicio, dispusieron un fino cordel que atravesaba el rio de una orilla a otra y enhebradas latas de bebida con piedrecillas en su interior, de tal manera que al variar la tensión de la casi imperceptible cuerda, por pisarla, arrastrarla o cualquier otra forma de contacto,  las latas sonarían avisando a los defensores de visitantes inesperados.

Y así se lo hice saber a la mitad de mis compañeros que iban a intentar burlar la vigilancia desde la zona del rio. Un pelotón compuesto por cuatro soldados y un Cabo lo harían.

Siguiendo las coordenadas proporcionadas por nuestros superiores, alcanzamos el lugar indicado.

En un lugar a cubierto, desde el que pasábamos inadvertidos, pudimos observar un vehículo con personal armado circulando por la senda que cruzaba el viaducto.  Recorría como un par de kilómetros más y volvía a pasar por el mismo sitio de manera insistente. Iluminaba el  trayecto con los focos delanteros y circulaba a velocidad reducida para poder apreciar cualquier anomalía.

Otros cuatro soldados y yo probaríamos por el otro lado del río o cualquier paso que pudiéramos forzar.

Nos ajustamos los ceñidores, y cualquier objeto que pudiera revelar nuestra presencia de manera ruidosa y nos deseamos suerte.

Entramos en la oscuridad más absoluta y nos dispersamos con rapidez.

Apartados, dentro de un frondoso bosque, nos juntamos — mi pelotón —  para estudiar las posibilidades. La división de efectivos facilitará a nuestro entender la consecución de la misión.

Dos grupos uno de dos soldados y otro de dos conmigo. Intentaremos penetrar tras las lineas enemigas, por ambos lados del camino y volar el punto estratégico.
A partir de ahora  silencio total, todo el mundo sabe que esto no es un juego.

Apago la radio.

La progresión debe ser lenta, para garantizar el éxito. Cuerpo a tierra vamos desplazándonos como hemos aprendido. Mi pelotón se lanza a la cuneta más próxima y desparece.

En eso oímos ruido de disparos y ráfagas. Gritos y órdenes. Parece que vienen del regato.

El grupo que iba a entrar por el río ha sido neutralizado, esta vez han funcionado las alarmas establecidas. ¡Los viejos trucos,  los mejores!

En nuestra zona aprovechamos la  atención desviada para avanzar muy poco a poco.

Cuando hagan recuento de prisioneros les faltarán algunos...

Los  dos soldados que intentaron cruzar el camino para situarse en la profunda zanja, no advirtieron que una “antena” — un enemigo camuflado —  les había visto y transmitido a su centro de  comunicaciones;  este movilizó el coche con varios soldados más para detenerlos.

Una vez controlados e inmovilizados, registraron la otra cuneta y allí localizaron a mis dos camaradas.

Todavía no sé como no me vieron, pero estuve quieto, — ”congelado” como decimos nosotros —  un largo rato.

Parecían satisfechos y al parecer las cuentas les salían, aunque visto lo visto, seguro que habría más “escuchas” camuflados.

Mis movimientos y respiración se redujeron a lo imprescindible.

El arma entre mis brazos, clavo codos y me impulso con las punteras de las botas. La cabeza embutida sobre los hombros, como una tortuga.

Parada, toma de aire e impulso, sin prisa, parada de nuevo, pasa el vehículo buscando.

Seguro que habrán sacado información a los prisioneros y me estarán buscando —  ¡CABRONES!

Sigo invisible, no se por cuanto, pero lo intentaré.

El barro es mi amigo, la oscuridad me arropa.

Estoy tan cerca de mis adversarios que puedo escuchar sus conversaciones por la radio.

La nuestra, la portátil que llevo en el pecho está apagada y no podemos arriesgarnos a que nos oigan  como yo a ellos.

Casi he perdido la noción del  tiempo, pero no me atrevo a mirar el reloj. Cualquier movimiento en falso me delatará.

La cuneta se acaba y comienza el camino en el puente.

Paciencia.

Veo que el todo terreno me rebasa y desaparece en la lejanía. Espero un poco y me siento más seguro al no escuchar ningún ruido. Enciendo la radio y le doy un ápice de volumen.

¡Pato cuatro, pato cuatro, ¿dónde se encuentra? , ¿se puede saber dónde está?
¡Pues en el puente, mi Sargento!
¿En el puente, cómo que en el puente?
Pues encima del puente,  susurro, apretando entre dientes.
¿Encima del puente? Incredulidad. Silencio en las ondas.

Una eternidad después: ¡pato cuatro, pato cuatro : coloque el artefacto y finalice el ejercicio!

Tumbado sobre el viaducto, me inclino hacia un hueco que veo entre sus piedras y antes de colocarlo abro el bote de humo verde. Imagino las miradas de mis contrincantes hacia el cielo.

¡Es su final y nuestra victoria!

Sucio, lleno de barro, yerba y ramas me alzo en “mi” puente, levantando el cetme y dando un alarido de satisfacción!

Bajo y me salen al encuentro los compañeros felicitándome.

En esto se acercan varios Sargentos sonrientes — Pascual, Lara, Segura, Callado —  y me suelta el Sgto. Segura ¿cuándo has visto tú que se vuele un puente desde arriba?, mi cara imagino que reflejaría sorpresa, ya que pensaba haber concluido la misión.

Tendrías que haber puesto el explosivo en la base, en uno de sus pilares, dando un afectuoso pescozón en mi nuca.

¡Menuda cara que se me quedó!, ¡cualquiera diría que suelo dinamitar puentes todas las semanas!.

La próxima vez que vuele algo, lo tendré en cuenta.

Luego, después de regresar, con suerte nos ducharíamos. Aunque a veces tuvimos que dormir con la cara pintada, y al despertar nos encontraríamos la almohada como podéis imaginar...

Hasta aquí, la historia, más allá de la anécdota quiero comentar alguna otra cosa.

Esta práctica nos permitió comprobar la capacidad de camuflaje e infiltración. Cualquiera que hubiéramos participado en ejercicios similares, nos sentíamos capaces de intentar — al menos — la más osada de las misiones.

Chavales  normales, entrenados con dureza, con el rigor con el que fueron adiestrados nuestros Mandos directos y que repujaron en nuestras almas la capacidad de sufrimiento, lealtad y osadía emanadas de su saber hacer.

Espero que los compañeros que servimos en la Compañía de Esquiadores Escaladores LI/51 mantengamos ese esfuerzo y esa actitud, en las circunstancias que nos depare la vida.



En sentido homenaje a nuestro compañero Roberto, que alcanzó la más alta cumbre este  26 de diciembre de 2018.

"Descansa en paz, montañero; entre el Cielo y la Tierra"

Un fuerte abrazo.

En Bilbao, a 10 de enero de 2019

Kepa San Blas, veterano de la CÍA EE. EE. LI/51, reemplazo 2º/87.

Abriendo huella...








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