Yo digo que hace frío, cuando te duelen las orejas.
Mi paso por la Compañía de Esquiadores fue una espiral en la cual, el omnipresente frío se volvió cada vez más soportable.
De forma curiosa, puedo afirmar que no fue en la alta montaña donde “disfrute´” de mis mayores y más profundas sensaciones.
Cerca, muy cerca de Pamplona, perdido por el monte; en el corazón del bosque, mi compañero y yo a la fuga, huíamos. Nos habíamos escapado del trato de prisionero, durante la prueba de la boina.
Siendo noche cerrada, no se ve nada. Oscuridad plena, robles y hayas tejen una tupida fronda, el denso follaje impide caminar. Tropezábamos, pero el miedo cerval a nuestros perseguidores no nos permitía sentir mucho más. Caíamos rodando en la oscuridad cuando perdíamos pie, y todo el surtido posible de elementos vegetales espinosos, nos dedicaban su rubrica sobre la enmugrecida piel.
Atravesamos una cerrada foresta, con idea de atajar hacia donde suponíamos que estaba el camino… y la libertad. Perdimos pie en un empinado terraplén y paramos de golpe. No hacía falta ser un águila para ver que no era seguro continuar. Nos dispusimos a pasar el resto de la noche; siguiendo cuando empezara a clarear y pudiéramos ver algo.
Atravesamos una cerrada foresta, con idea de atajar hacia donde suponíamos que estaba el camino… y la libertad. Perdimos pie en un empinado terraplén y paramos de golpe. No hacía falta ser un águila para ver que no era seguro continuar. Nos dispusimos a pasar el resto de la noche; siguiendo cuando empezara a clarear y pudiéramos ver algo.
¿Equipo? No teníamos nada, escapamos con lo puesto, excepto el chaquetón dos cuartos y poncho, que cada uno llevábamos en la mochila de combate. Carecíamos de lo mínimo esencial para pasar la noche en esa selva.
Por más que nos abrazábamos para darnos calor mutuo, no lo conseguíamos. Imposible. Ni siquiera logramos frenar la pérdida de calor de nuestros maltrechos cuerpos; y a la vez, de manera sorda, pero inexorable, la humedad roía los huesos. Pasamos una noche de frío terrible, no pudimos dormir, sólo aguantar y pasar el mal rato hasta que amaneciera.
Al alba, los primeros rayos de sol, aunque no calentaban, mostraron un halagüeño futuro, estábamos muy cerca de un extremo del bosque. Nos miramos y extremando las medidas de precaución, en lo posible, salimos de nuestro particular “infierno”.
En esa línea, recuerdo el tiro nocturno.
Era horrible si soplaba algo de viento. Mientras una línea de compañeros ejecutaba el ejercicio, los demás aguardábamos nuestro turno, más o menos, en formación: "Apretujados" los unos contra los otros, como hacen las ovejas en los rebaños, tratando de estar en el centro y huyendo del lado que soplaba el viento, evitando sus gélidos cuchillos. El chaquetón y el poncho en la mochila; solo el traje de faena, el de algodón, nos “protegía” de la inclemencia. Y por supuesto sin guantes… ¡Qué frío!
Era horrible si soplaba algo de viento. Mientras una línea de compañeros ejecutaba el ejercicio, los demás aguardábamos nuestro turno, más o menos, en formación: "Apretujados" los unos contra los otros, como hacen las ovejas en los rebaños, tratando de estar en el centro y huyendo del lado que soplaba el viento, evitando sus gélidos cuchillos. El chaquetón y el poncho en la mochila; solo el traje de faena, el de algodón, nos “protegía” de la inclemencia. Y por supuesto sin guantes… ¡Qué frío!
En Pamplona llovía todos los días, era casi una máxima. Ello no era impedimento para que hiciéramos la instrucción. Poco a poco nos íbamos acostumbrando al frío, la lluvia, y sobre todo al barro, mucho barro, por todos lados; incluso dentro del maltrecho uniforme. ¡Y pensar que hay gente que paga por que los embadurnen!
De repente el mes de Julio y el calor.
En Septiembre iniciamos las maniobras de vida y movimiento en montaña estival, en Belagua. Se suponía que todo nuestro entrenamiento estaba encaminado hacia esos ejercicios.
Practicaríamos lo aprendido para poder evolucionar en alta montaña por primera vez. Pensábamos que sería muy duro, ...y así fue.
Aunque hay días peores que otros, algunos superaron todas nuestras expectativas y dejaron huella en la memoria desde entonces.
El momento cumbre, el de mayor frío que sufrimos fue cuando estuvimos encerrados en las tiendas de campaña, por casi 24 horas, a causa de torrenciales aguaceros. Las tiendas se calaron, todo estaba mojado, y solo podíamos hacer una cosa, meterte dentro del saco de dormir y comer.
Por fin llego la mañana. Si esperábamos una tregua de los elementos fue una vana ilusión.
Rozábamos los 2.000 metros, y a las 7 de las mañana, hacia frío, un frío de "cojones", y lo único que estaba seco eran nuestros calzoncillos y camisetas, lo demás, empapado. De esta guisa tuvimos que ponernos los uniformes, totalmente mojados.
Fue una sensación de frío similar a la que ocurre en el mar, cuando quieres meterte en él, pero el agua está helada. Entre temblores y tiritonas nos pusimos los uniformes, y levantamos las tiendas. Rehicimos mochilas, nos ajustamos el equipo e iniciamos la marcha. “Milagrosamente”, a los 30 minutos, ya estábamos secos. El calor de nuestro cuerpo, debido al esfuerzo, hizo de secadora.
Esta es una foto de aquel momento |
Arrancó el invierno. Seguía lloviendo a diario, pero al menos ya podíamos vestir el uniforme hidrófugo, de lana, muy cálido, pero que picaba una barbaridad. ¡Ojo, si no te ponías la ropa interior de invierno, la siguiente ocasión no se te olvidaba,...seguro!.
Contábamos con unos calzoncillos largos y camiseta, también de manga larga, ambos recios. Además teníamos un chaleco acolchado, que era muy socorrido y útil. Aunque ya estábamos extraordinariamente aclimatados al frío, la ropa interior de invierno, en mi caso, no me la quitaba nunca, sólo cuando hacia la instrucción. Tampoco la lavaba, para que cogiera “solera” y abrigara más. Igual es ser un poco guarro, pero en Pamplona hace mucho frío en invierno y cualquier truco vale para conservar el calor.
En Enero cayeron las primeras nevadas y el frío de verdad, el que hace que te duelan las orejas.
Las formaciones de diana llegamos a realizarlas a temperaturas de menos 13 y menos 19 grados y, según el oficial de guardia, no podíamos ponernos el abrigo dos cuartos, ni los guantes, ni la braga tubular que podía cubrir nuestra boca y orejas.
Para ir a Pamplona de paseo, recuerdo que me llevaba las botas, pero la salida y entrada al cuartel había que hacerla con zapatos. Vestía el abrigo tres cuartos, pero no permitían llevarlo con las solapas subidas, y tampoco llevar la braga para protegernos la cara. Un suplicio. Sobre todo cuando volvías por la noche al cuartel, con viento y nieve espabilándote.
Las guardias.
El cuerpo de guardia contaba de dotación con manoplas para el frío y unos gruesos capotes. El periodo en las garitas se reducía de dos a una hora. Como era Cabo, no tenía que hacer puesto, pero si recorrerme el cuartel infinidad de veces, para hacer el relevo.
Lo mejor de esas guardias, “el carajillo”. Todas las noches, la guardia era reforzada con tan poderosa bebida. ¡Cómo nos arremolinábamos frente al tanque de carajillo, cuando era traído al cuerpo de guardia! Algunos cumplían el servicio con un pelotazo de aúpa. Si hubiéramos sido atacados en esas noches, no sé qué habría pasado…
Otro de los momentos gélidos, era cuando te tocaba la patrulla. Recuerdo recorrer el pueblo de Ezcaray de madrugada, sin gente. En silencio absoluto, solo roto por el crujido de nuestros pasos sobre la nieve. ¡Qué sensación!
¡NO!
Gracias a Dios, no sufrimos ninguna tormenta y pudimos finalizarlas sin mayores contratiempos.
Dormir en un iglú, o una zanja en la nieve, es una gran experiencia, un poco húmeda, pero no se pasa frío. El viento provoca que la sensación térmica sea de desplome del mercurio en el exterior, pero dentro del iglú, la temperatura no baja de cero grados, "ni frío ni calor".
Mucho peor lo tuvieron los reemplazos anteriores, cuando aún no estaba terminado el refugio y tenían que alojarse en las cuadras, o bajo unas lonas; y debían hacer las necesidades en un cortado de la montaña, a la intemperie.
Tuve suerte después de todo.
Recuerdo una terrible marcha por inmediaciones del monte Orhi:
Empeoró el tiempo, como sólo es capaz de hacerlo en la montaña: de manera rápida y drástica. La ventisca azotaba nuestro rostro. Nieve y niebla impedían un veloz desplazamiento. No nos perdimos, pero las condiciones meteorológicas reinantes obligaban a tomar decisiones rápidas y efectivas. En la alta montaña, los errores se pagan caros. El Teniente al mando de nuestra sección optó por lo más sensato y perdimos altura poco a poco. Aparecimos al otro lado de la frontera, en Francia.
La noche se nos echaba encima y no nos quedó otra que refugiarnos en el túnel de Larrau, paso entre los dos países y antesala del monolito a nuestros veteranos, fallecidos en similar marcha hace muchos años.
Vestidos y tras haber ingerido algún alimento, helado, nos arropamos empapados. En los sacos, haciendo círculo con las cabezas en el centro y las mochilas en el perímetro, para protegernos del viento helado que hendía el túnel. Éramos como las porciones de quesitos en su envase, uno pegado al otro sin un solo hueco en el que pudiera entrar el gélido soplo. Culo con culo encajados los sacos de dormir de unos con otros, sintiendo el aliento en tu nuca. Si uno se movía provocaba la bronca de todos los demás.
Las condiciones exteriores habían mejorado con el alba, pero la temperatura no se había alzado demasiado. Además el aullante viento no nos había abandonado en toda la noche, impidiendo descansar a algunos, por supuesto yo, ni me enteré del agotamiento que llevaba. Menos mal que Ori, Tuca y Kisy, nuestros perros, mantuvieron el tipo arremolinados entre nosotros, pero como "esquiatas" de pura cepa, con un ojo siempre abierto, los mastines siempre en guardia.
Al día siguiente, temprano, apareció una patrulla de la Guardia Civil que nos preguntó:
Pero, ¿Quiénes son ustedes?
Imagino que estaban alucinando con semejante grupo vivaqueando en medio del túnel.
Aquellas duras maniobras nos enseñaron que el frío no era la única de nuestras penalidades.
La mochila, pesaba tanto,
que no podías ponértela tu solo;
y los regresos al refugio…¡Cuánto llorábamos al hacerlo!
Con la licencia volví a mi tierra, donde la menor temperatura son los 14 o 15
grados de un invierno suave. Recuerdo en Semana Santa, donde todo el mundo iba
muy abrigado y yo, en manga corta. Me miraban asombrados y decían:
“Pero quillo, abrígate que te vas a quedar helado””¿Dónde has dejado el abrigo”
Entonces me cogía la oreja e intentaba buscar algún jirón de
pellejo, y con una sonrisa les decía:
“El abrigo…el abrigo lo he dejado con la piel de mis orejas, en
Pamplona, en la Compañía de Esquiadores Escaladores”.
Definitivamente, ¡hace frío cuando te
duelen las orejas!
J. Florencio, 2º/84
Kepa San Blas, 2º/87