30 mar 2014

Curso de Escalada, "El Carrascal"

Curso de escalada para Unidades de Montaña , o de “cómo no arrimar la cebolleta”.

Una vez  más iniciamos viaje hacia un nuevo desafío.

Tras tediosas jornadas (por lo repetitivas) en las clases y práctica de todos los nudos necesarios, día sí y día también. De familiarizarnos con clavijas, mosquetones y cuerdas. Después de recibir instrucción en el fuerte de San Cristóbal sobre rappel, técnica del volado y multitud de variantes en la progresión de una pared de escalada. Nos hemos tirado desde puentes , descendido por fachadas verticales y evolucionado con ascensiones sencillas por altos muros. Utilizado numerosas formas de asegurar, hacer reuniones y practicado en un entorno controlado lo asimilado, etc.



Llegamos, por fin, al final de la teoría.  

En breve utilizaremos lo aprendido. Aunque el contacto con los diferentes materiales ha sido intenso, no es suficiente para desempeñar las funciones requeridas en las  posibles circunstancias que depare nuestra labor.

Esta vez se trata del curso de escalada.



Formamos a la entrada de la Cía. Tras dar novedades a los Mandos de la tropa, recibimos instrucciones. Se deben cargar los camiones con todo el material necesario para la realización de estos ejercicios.

En el almacén de material, el Sgto. Pascual se dedica a supervisar la entrega de los pertrechos. El Cabo Furrier en colaboración con un soldado de Plana Mayor se encarga del reparto y reflejo en el libro pertinente. Uno a uno vamos recogiendo nuestro casco, arnés y mosquetón de seguridad.

-”¡¡ Esto es personal y se os pedirá de nuevo a la vuelta. De cualquier anomalía o tara que tenga, al final seréis los responsables!!”. Bramaba el Sgto. Pascual, y no era sujeto como para tomarse en broma. Habíamos oído casos en los que clavijas retorcidas y mosquetones dañados habían  retornado. Eso sí, pero de los causantes de los desperfectos…

Luego fuimos poniendo en los vehículos el utillaje común como cuerdas e impedimenta para la manutención: cocinas, víveres, etc..

Después y tras coger el armamento, tomamos asiento en los bancos corridos de los camiones. 

Dentro vamos apilados soldados, mochilas, armas, mascotas y cualquier otra cosa que hayan considerado oportuno. Esta vez no es necesario atar por los cuernos a Akerra, el macho cabrío, el viaje será corto y sin sobresaltos. Todo el itinerario por carretera. Los tres mastines del Pirineo, Ory, Tuca y Kysy, vienen como uno más, relajados y tumbados en el suelo del transporte.

-!Y es que tienen mucha mili!”

Al cabo de un rato llegamos.

El campamento, de nombre “El Carrascal”, comienza a sorprendernos. A un lado edificios que parecen ser barracones. En el otro estructuras que semejan servicios como comedores, duchas y letrinas. Una gigantesca plaza de Armas, y presidiéndola La Bandera en su mástil. El omnipresente cuerpo de guardia con sus instalaciones, la vela.




Pero lo más sorprendente, lo más desconcertante es que por medio del acuartelamiento discurre una carretera. Una vía convencional de acceso público, no restringido. No, no es una alucinación, va por mitad del cuartel entrando por un extremo y tras atravesarlo sale por el otro lado. Aunque a la entrada y a la salida un par de garitas se ocupan de vigilarla.

-”!Menos mal!” Juzguen ustedes…



Llegamos a nuestro nuevo hogar . Tras descargar los vehículos toca alojarnos. Los barracones no se diferencian mucho del estándar militar. Taquillas y literas son nuestro único mobiliario. Aunque es patente la antigüedad, está todo más o menos saneado. Huele a pintura y se ve encalado reciente.

Entran los Mandos e informan de las normas a cumplir en el campamento. Al parecer, además de todos los ejercicios inherentes al curso toca cumplimentar guardias.
-”¡Hay que pringar!”

En cualquier Unidad del Ejército Español y apostaría de cualquier otro país, las guardias son algo desagradable cuando menos. Dentro de la Compañía era vista como una labor de “pistolo”, no estábamos acostumbrados a hacerlas y cuando nos tocaba por riguroso turno, intentabas "escaquearte" de la mejor manera.

-”¡Ardua e infructuosa labor!” De una forma u otra había que realizarlas. En Aizoain casi siempre librábamos,. por no pertenecer al Batallón, existía una Compañía específica para esas labores, y gracias a ellos eludíamos la responsabilidad. 

Nunca nos acordábamos de los compañeros que las hacían, hasta que faltaban y nos afectaba. 

¡Cuánto les echábamos de menos en esas ocasiones!.

A nadie le gusta ver como se van de permiso otros mientras tú….

En resumen: una gran "putada".

Fuimos informados de todos los pormenores relativos al alojamiento e infraestructuras aledañas. 

No teníamos baños ni duchas en nuestros pabellones y había que desplazarse unos metros hasta las letrinas.

Estas merecen mención aparte.



Se trataba de un pabellón cubierto pero abierto, con el río corriendo por debajo . Encima del hueco una especie de entramado de madera. Constaba de un paso rodeando dos filas en el medio, con los orificios por donde bajaban los desperdicios, separada por unos muretes. El usuario se encontraba rodeado por detrás y los lados de pretiles.  De frente el más absoluto vacío, ni puerta ni nada. Al no tener ningún tipo de asiento, había que hacerlo “a pulso”. La intimidad en esta empresa  brilla por su ausencia y en esta ocasión no iba a ser menos. Los tabiques que rodeaban al infeliz necesitado, levantaban a duras penas la altura del soldado acuclillado en tan vital desempeño, por lo que , si no “estabas inspirado”, podías entablar amistad con otro usuario de tan revolucionario y avanzado sanitario, situado en las mismas que tú.


-”¿Porqué están cagando con la gorra puesta?” nos preguntábamos. Pronto tendríamos respuesta.

Sobre todo al principio, hubo algún compañero que se quitaba la prenda de cabeza (boina o gorra)  y la apoyaba en el pequeño tapial que lo cercaba. Y luego al levantarse…

-“¡Ohh ...NOOO!!! ¡HORROR!” Con el codo golpeaba lo que había dejado encima, la pieza se deslizaba indefectible e inevitablemente hacia el agujero de la otra letrina. Imaginaos dónde y cómo acabaría. Desaparecida en combate, bueno en el ejercicio de funciones inherentes.

El olor, en ese final del estío, con el “zotal”  que impregnaba el aire, aderezado por el calor reinante, hacía casi imposible respirar en cercanías, pero en el interior...

Al principio nos parecían excesivamente lejos, luego nunca demasiado.




























Por otra parte, las duchas también tenían su encanto. Eran de campaña y estaban dentro de 
unas tiendas. Como peculiaridades podríamos citar que su uso está regulado por tiempo.

Un responsable del servicio, empuñando un cronómetro, nos advierte antes de entrar:

-"Tenéis un minuto para remojaros. Luego un intervalo de otros dos minutos para después dar jabón. Cuando pasen se abrirá de nuevo el agua durante otros dos. El que no haya conseguido despegarse la mugre, tendrá que buscarse la vida."

Que no os quepa la menor duda que las más de las veces acabábamos rociándonos, unos a otros, con la manguera que había en los lavaderos.

De otros elementos ya hablaré cuando corresponda.


Por las mañanas después del toque de Diana, aseo e íbamos a desayunar. No había nada destacable, todo dentro de la rutina castrense.

Una ceremonia se repetía todas las jornadas. Formaban las Unidades y  daban novedades a los Superiores. Allí estábamos Esquiadores Escaladores de diferentes orígenes. Nosotros pertenecíamos a la Compañía EE.EE. Nº51, a nuestro lado había otra Sección que pertenecía al Batallón Montejurra, y otras más que no recuerdo. (Esquiadores, Montejurra, Estella, Legazpi, Colon, Artilleria, Ingenieros)

Al final del recuento e informados sobre las órdenes del día, el  Mando Supremo del campamento , con voz lo suficientemente alta para que todos nos enteráramos, ordenaba:

-”¡Compañías a las palestras!"

Era la señal para ir a coger toda la impedimenta y encaminarnos a la zona de prácticas. Nos dividían, como siempre, en Secciones. Cada una comandada por un Teniente y un  Sargento. En nuestro caso, la Segunda Sección, eran el Tnte. Gil y el Sgto. Segura.



Una vez más, acudíamos a paso ligero hasta el emplazamiento elegido. Portábamos en las mochilas todo el material necesario. Incluidas las pesadas cuerdas. Medían treinta metros. El peso acorde con la longitud. Normalmente nos turnábamos para llevarlas, por lo que rara vez se repetía.




En la base de la montaña nos separaban en grupos según pericia en la escalada e indicaban las vías elegidas para practicar. Luego cambiábamos los desafíos.

Había un equipo, “los divinos” que junto con los Cabos 1º, subían por los lugares más difíciles, de comprobada dificultad. Recuerdo por ejemplo “los elefantes” como una vía complicada de subir, “el lagarto o los ingenieros“.



Pero la que se llevaba la palma era la “Y”, nombrada así por su forma. Era una grieta que la mayoría seguimos recordando.

La soledad del guía.



Comenzábamos eligiendo quien subía de primero. Este era el único que ascendía con medios propios y aseguramiento desde la base de la vía. Su misión era la de ir equipando con clavijas, anillas y mosquetones en los que, en primer lugar y pasando la cuerda, se  aseguraba. Su trabajo era el más arriesgado y complejo. Dependía exclusivamente de su destreza para colocar y adecuar todo. La progresión de los demás estaba en sus manos. Lo mismo que su integridad, recíprocamente abajo, en el compañero al cargo.

Una vez recorrido un trecho, y debido a la necesidad por falta de material, (cuando resultaba corta la cuerda para seguir por ejemplo) o la coincidencia de un paso especialmente complicado, como previo a recuperar fuerzas y con ello mejorar la claridad de ideas, creaba una reunión. Un lugar consolidado con varios puntos en los que anclarse y descansar. Algunas veces la cuerda, no era suficiente para progresar. Entonces se recogía y comenzaba de nuevo desde la reunión y así sucesivamente. De tramo en tramo.


Con todas aquellas variables,  hubo multitud de anécdotas. Aunque lo justo sea empezar por el principio :

El aseguramiento.

Recuerdo que había vías en las que no eran necesarias más que dos personas para completar el ejercicio. Cualquiera que haya practicado escalada en alguna de sus facetas,  puede ratificar que a veces la cumbre más alta, o la vía más larga, no es la más complicada.

El grado de dificultad viene impuesto por sus condiciones técnicas. Puede exigir el paso de un punto en el que uno de los tres apoyos necesarios para progresar no sea claro o prácticamente inexistente a ojos del profano.

El “divino” o experimentado escalador, verá donde nadie más ve, la forma de introducir una mano en la invisible grieta y cerrar el puño girándolo dentro para traccionar, colgarse o apoyarse en la repisa imperceptible para los demás. También encontrará la manera de subir dentro de una chimenea natural, de roca, apoyando pies y manos en lugares sin salientes ni agarres.

-“¡Como una mosca en la pared!”

Recibimos las primeras nociones. Nos enseñaron que la técnica consistía en  tres puntos de apoyo sobre los que sostenerse e incorporarse con las piernas. Que éstas realizaran la parte más dura y dejáramos de tirar de nuestros débiles brazos. Pudimos comprobar, tras utilizar las extremidades superiores que no eran adecuadas para trepar por la pared. En poco tiempo perdíamos la fuerza y sólo nos quedábamos con lo que restaba en los miembros inferiores.

Hasta que no completamos los primeros ejercicios, no teníamos fé en nuestras posibilidades. 

Ninguno hubiéramos dado un duro por nuestro pellejo. Poco después fuimos cogiendo confianza, y la verdad era que cuando llegabas a un alto no te podías creer lo que habías conseguido.




-"¿Pero, por ahí he subido yo?"

Recuerdo al Teniente Gil. Ordenando a los soldados Rosiña, un  guipuzcoano cerrado a más no poder, de difícil hablar, y más entender, y Tajes, un revoltoso y a veces problemático vizcaíno, que subieran por una pared.

En la anterior ocasión el vizcaíno había subido de primero. La verdad es que duró poco entre los mediocres y normales escaladores. Su  físico le acompañaba: delgado, ligero, fibroso. Tenía un don, era muy hábil y parecía que no le costaba subir. Por ello fue al grupo de los “divinos” casi desde el principio. Ahora le tocaba asegurar a su compañero. Rosiña inició la singladura. Poco a poco, atendiendo a su manera de ser prudente y parsimoniosa, pedía cuerda a su compañero, cuando la necesidad lo requería.

Mientras tanto, el Tnte. Gil acudió a instruir a otra cordada que se encontraba en apuros. Les indicaba el mejor método para salir del entuerto en el que se habían metido:

-”Pon el pie aquí, retrocede con el otro y apoya en la repisa. Vamos Romano, ¡elévate!”






Al cabo de un rato volvió al lugar donde ya, habían concluido el ejercicio los primeros. Rosiña se encontraba en la cima, a unos veinte metros de altura por encima del suelo, y tras realizar una meritoria ascensión.

Entonces ocurrió lo siguiente:

-”¿Habéis finalizado?”

-”¡Sí, mi Teniente!” Dijeron al unísono.

-”Entonces Tajes, podrías decirme si has vuelto a tocar la cuerda después de que tu compañero haya acabado?¿La has dejado como estaba cuando llegó a la cima?”

Tajes miraba la cuerda y al Teniente Gil alternativamente y sin comprender la pregunta. Por fin decidió contestar:

-”No he vuelto a tocarla, está como la he utilizado para asegurar a Rosiña,  mi Teniente.”

-”¿Quieres decir que ha subido así como están la cuerda, el descensor y los mosquetones?”

-”Yo no he tocado nada , mi Teniente!”

-”Pues Rosiña, enhorabuena!. Has subido sin ningún tipo de seguro. La forma en la que lo ha hecho tu colega era errónea, has podido despeñarte en cualquier momento y tener un grave accidente . ¡Tajes, está mal hecho y has puesto la vida de tu compañero en peligro!. ¡Ya hablaremos!”

El vizcaíno silencio.

Mientras tanto, su camarada de cordada bajó rapelando. Se posó en el suelo y pareció que le daba una reacción alérgica. El rostro moreno cetrino, pasó a sonrosado y acabó en rojo escarlata de indignación. Aún así, se controló y esperó a que el Mando desapareciese del lugar. Luego le preguntó a Tajes si era verdad lo que había oído. (Un inciso: Rosiña era bastante duro de oído, pero parece que en esta ocasión escuchó perfectamente.)

-”Pues sí, pero déjame en paz, bastante tengo con la bronca y lo que me espera!”.

-”¿Pero...cómo…?”.

La víctima del desaguisado no pudo más y acabaron enzarzándose en una pelea. No hubo más que el intercambio de algunos golpes. Ni siquiera hubo ningún ojo morado, ni arañazos. Aunque acabaron en el suelo, las mayores lesiones sufridas habían sido en el ego de uno y la confianza del otro en su compañero. Insultos y amenazas a gritos  motivaron el retorno del Tnte. Gil.

-”¿Qué ha pasado romanos?”.

- “¡Qué Rosiña me ha pegado, mi Teniente.!”.

- “¡Pero Tajes ha hecho el idiota y casi me mato!, además, también me ha golpeado, mi Teniente!”

El Teniente Gil, sin perder ni un ápice de su flema mira a uno, mira al otro y se para observando entre los dos. Mientras tanto torna en Salomón y emite un edicto:

-”Elegid un meño de esos que están ahí detrás. Espero que tengan el tamaño y el peso adecuados. En caso contrario aparte de ese elegiré yo otro para que le acompañe”. Los dos soldados se acechan el uno al otro y a las piedras. Eligen una cada uno, pero tras ver la de su antagonista, y ante la advertencia del Mando cogen otra mayor.

-”Vaciad vuestras mochilas e introducidla dentro. Luego meted todo lo que habéis sacado encima de la piedra. Deberéis llevarla durante toda la maniobra y, cada vez que os la pida tendréis que enseñármela. En caso de que se os olvide meterla, ya completaremos el castigo de alguna otra forma que hará que JAMÁS, repito JAMÁS se os vuelva a ocurrir nada parecido…. No se puede consentir una pelea entre dos compañeros y menos cuando mutuamente deban protegerse”.

Huelga decir que no volvieron a llegar a las manos nunca más. Pero ni ellos ni los demás. Cada vez que el Teniente Gil les pedía ver la roca, se quitaban la mochila y la enseñaban. Así a lo largo de los días que duró el ejercicio. No soy capaz de calcular el peso con relación al tamaño, pero el meño portado durante todo el tiempo,  un montón de horas, al paso, a paso ligero y al trote consiguió que jamás volviera a repetirse un episodio similar.




Antes he mencionado las chimeneas. Son agujeros naturales en la roca producidos por la erosión del agua y con esa forma tan característica de tubo. Había gente a la que la sensación de claustrofobia, de ahogo se apoderaba de ellos en semejantes agujeros. Y es que había algunos de considerable altura, profundidad y sobre todo estrechos que impedían cualquier giro o cambio de posición cuando lo necesitabas. Y eso acojonaba.

Recuerdo a César, el médico de nuestra Cía. Era de mi reemplazo, el 2º del 87 y creo que todavía no había acabado la carrera, aunque debía de faltarle poco vista su pericia como sanitario. Era un tío majo de verdad. Había extendido el juramento hipocrático a todos los niveles de su vida, siendo querido por la gente que lo conocía. No vi a nadie que hablara mal de él, y cuando hay unanimidad para bien o para mal, algo tiene que haber. Tenía un físico rotundo, más de un metro noventa y cinco de estatura y unos ciento veinte kgrs. aprox. Su anatomía confundía al principio, pero una vez le tratabas era como un osito de peluche. El volumen hacía que sufriera bastante en las prácticas físicas, aunque no se echaba para atrás.

En una de estas, y con el Teniente Ortiz en la base de una chimenea, le ordenó que subiera. Ni corto ni perezoso César comenzó a encaramarse a la vía, el Mando atento, y tras un periodo razonable de tiempo le empezó a meter prisa.

-”¡Druida, qué es para hoy, venga que tienen que subir los demás!”

El médico me recordaba un oso en una jaula tanto por el tamaño del ser y del continente, como por la inquietud que su rostro reflejaba. Evolucionar en el interior de semejante agujero con ese cuerpo era cuando menos casi imposible. Aún siendo una persona razonable y pragmática llegó el momento en el que se adueñó de él, no el pánico pero sí la incertidumbre. Se vió imposibilitado para seguir avanzando. El Teniente Ortiz seguía metiéndole presión:

-”¡Venga hombre, espabila, acaba de una vez!” A voz en grito.

Todo esto, lejos de ayudar a relajarse a César le produjo un punto de indignación ante la presión a la que se veía sometido.

-”¿Qué quiere que haga?. No puedo, mi Teniente!”

- “Haz un porla”

-”¿Un porla, mi Tnte?”

-”Sí, un por la señal de la Santa Cruz antes de pegártela. ¡Ya está bien brujo, espabila!”

En ese momento, el espíritu campechano del médico pudo con el control autoimpuesto. Aunque culto también era hombre de campo, labraba la tierra en su localidad natal Burlada, en la Ribera Navarra, como hacía su familia desde generaciones, y no podía soportar lo que él consideraba una injusticia.

-”Mi Teniente, seguro que usted es capaz de hacerlo, lleva años repitiéndolo, pero...  ¿no entiende que es la primera vez que hago esto? ¿Qué le parecería si yo le pusiera a los mandos de mi cosechadora? Probablemente se encontraría en mi misma situación!.

-”¿No cree que se está pasando, Cabo?” Era la graduación del médico.

-”¡Cumpla con su obligación!”

-”No puedo más, mi Teniente y necesito salir de aquí como sea antes de que me entre el pánico y me ocurra una desgracia. ¿No ve que no quepo por el agujero?”

-”¿Qué mariconadas son esas?”




El Mando valoró la coyuntura e hizo un acertado cálculo a ojo. Calibró, nunca mejor dicho la situación y después le ordenó que descendiera. Una vez abajo estando César más calmado, el Teniente Ortiz medio riéndose por lo "kafkiano" de la situación, le reprende, pero en tierra firme.

Los dos satisfechos por el desenlace, bueno el médico bastante más.

La práctica de la escalada supone el uso de un espacio ajeno a la mayoría de los mortales. La pared lejos de ser aliada, se convierte en una ecuación casi irresoluble y peligrosa. Por más que se tomen todas las medidas para evitar desgracias, siempre queda un halo de incertidumbre sobre lo que te puede pasar si caes aunque te quedes colgado. Es una cosa natural e inconsciente que sólo con la práctica y el auto control acabas dominando. Que por cierto no eran aquellas fechas de Septiembre del 87, cuando iniciamos nuestra aventura por las diferentes palestras.



Recuerdo otro compañero que habiendo subido casi toda la vía se quedó trincado en un complicado paso. El Teniente Ortiz en la base intentaba que finalizara la práctica con éxito. La verdad era que estaba a gran altura de uno de los ejercicios más prolongados.

-”¡Venga hombre, vamos que hay que acabar de una vez!”

El soldado no miraba hacia abajo e intentaba no perder el equilibrio desde una postura más que forzada.

-”Soldado, espabila o tendré que meterte un paquete!”

Lo que le faltaba al asustado recluta. Unos por naturaleza aguantan más que otros la presión psicológica, a algunos como este compañero, se les viene el mundo encima cuando a las condiciones adversas se añade la presión de un Superior.

-”¡Cuando bajes te vas a enterar!. Un 'esquiata' no se rinde JAMÁS, JAMÁS! Así que tira p´arriba!”

El estado anímico del escalador motivado por los factores expuestos, hizo brotar un movimiento compulsivo y espasmódico, de tembleque incontrolado en ambas piernas. Si lo hubiera visto Elvis, el rey del rock, hubiera envidiado sus involuntarios gestos.

La temida “moto” le seducía hacia el abismo.  El que no haya sentido ese acto reflejo, instintivo e inconsciente, no puede decir que haya estado al límite.

Los gritos obraron el milagro de ceñir el soldado a la pared cual velcro.

-”Pero bueno…¿qué te crees que estás haciendo?” ¡¡¡Deja de restregar la cebolleta por la pared, que no es tu novia , GUARROOO !!!”

Sobra contar el desenlace de tan tensa situación. El soldado acabó colgado como un chorizo al perder el equilibrio. Y el Teniente se fue hacia otra vía en la que pudiera colaborar en su consecución de  manera más gratificante para las partes.

Con el calor molestaba el casco. Cuando te lo quitabas por algún gesto involuntario, siempre había un Mando cerca que te obligaba a ponerlo.

Pronto descubriríamos el motivo.  Una vez, mientras un veterano, un tal Fandiño, aseguraba desde abajo a un compañero, el escalador de alguna forma perdió pie y desplazó varias rocas hacia la base. El pobre Fandiño pudo esquivar la mayoría, pero recibió una fuerte pedrada en el casco. Hasta ese momento pensábamos que el material era infalible. Craso error. El meño atravesó el casco del compañero hiriéndole en la cabeza. Fue leve, pero lo suficiente para que sangrante, fuera hacia el botiquín.

¡Y todo esto sin soltar la cuerda desde la que  garantizaba la seguridad del autor del desprendimiento!

Al acabar siempre se revisaba el material. Especialmente las cuerdas. Si alguien había caído y quedado colgado se examinaba con detenimiento. Aunque la envoltura de nylon trenzado aparentara normalidad, el alma de la soga, de plástico, podía estar afectada.Y eso en otra costalada podía suponer un grave percance.

Uno cogía la maroma de un extremo y el otro sujetaba el final. Sacudían y golpeaban fuertemente el suelo para volverla a su ser original y deshacer los rizos y vicios ocultos que pudiera haber adquirido con el uso. Finalmente la pasábamos por la mano casi cerrada. Sosteniéndola sin apretar y haciéndola correr entre los dedos y la palma de la mano. 

Al tacto. Era la única forma de encontrar los daños en el corazón plastificado de la cuerda.

Ahora recuerdo que cada vez que nos desplazábamos a cualquier actividad que pudiera suponer un riesgo, una ambulancia del Ejército venía con nosotros. La conducía un compañero de reemplazo. Era un trasto viejo, pero era lo que teníamos a mano. Y cuando tuvo que trabajar, cumplió su cometido.



Mientras entrenábamos en el Carrascal, pudimos ver otras Unidades que realizaban operaciones similares a las nuestras. Era la Guardia Civil con sus miembros de rescate practicando. Nos comentaron que una vez finalizado el Servicio Militar Obligatorio podíamos opositar a la Guardia Civil de Montaña para trabajar. Debías de completar el periodo obligatorio de instrucción en su centro de adiestramiento en Baeza, superar con éxito la formación y una vez finalizada, dado el nivel de preparación de nuestra Compañía, seríamos destinados a esa Unidad. 




Cabe recordar que realizamos numerosas prácticas de rescate de heridos en pared, manejo de camilla colgada y utilización de medios como el cacolet, que te permitía descender un herido atado a la espalda. Todo ello con voluntarios como víctimas. O sea, uno de nosotros.

La instrucción fue lo bastante completa para garantizar el dominio de las técnicas necesarias para resolver imprevistos y accidentes en la montaña, lo cual facultaba sobremanera el acceso a la Unidad de Montaña de la Guardia Civil. De hecho, un compañero, hijo de Guardia, optó por esa decisión y acabó en el Cuerpo.

En ese entorno, la pared, la piedra en definitiva, se convierte en protagonista. Por una razón u otra.

Recuerdo que el reemplazo mío, el 2º/87 todavía no nos habíamos ganado el derecho a portar la boina. Mientras, para escarnio de toda la Sección llevábamos gorra. Un compañero echó en falta su prenda de “pistolo”. Al dar novedades, no apareció por ningún sitio.

En la Compañía nunca había faltado nada. Es más, una norma no escrita y comentada de viva voz cuando accedimos, por los responsables de la Unidad, era que nosotros mismos seríamos los jueces y verdugos del autor de un robo. Siempre bajábamos por las escaleras a formar a la “puta carrera”. Si el delincuente aparecía con algún hueso roto, era de ley decir que se había caído cuando bajaba corriendo. Y eso era algo de lo que todos habíamos sido testigos. Amén.

Los Mandos, sabiendo que faltaba una semana para licenciar a la Sección de Veteranos, el 5º/86, pensaron que era un trofeo para llevarse a casa. Y claro, no apareció.

Entonces el Sgto. Pascual ordenó a la totalidad de los Veteranos que introdujeran una piedra en su mochila. Uno, se pasó de listo, creía que no le veían, y el Sgto. le despertó de su ingenuidad. Le indicó otra más para llevar. Imaginaos el tamaño cuando tuvo que ser ayudado por otros dos camaradas a ponerse la mochila. En palabras del Sgto.:

-”¡Coge el piedrón!”

Iniciamos el regreso a paso ligero, como siempre, aunque alguno no tan liviano.

Al llegar al cuartel y después de romper filas, un compañero de la víctima del “hurto”, al abrir su mochila descubrió la anhelada prenda. Se había confundido.

No recuerdo el nombre del que la encontró, pero lo que sí puedo garantizar es que tuvo un “juicio justo” por parte de sus Veteranos, como despedida…

Sólo puedo recordar un accidente verdaderamente grave. Ocurrió me parece que en el reemplazo anterior al nuestro. Esto son palabras de  Tomas Pascual Escagedo:

-”Montamos una tirolina de un lado al otro del barranco. Por su anchura no llegaba con una cuerda  y unimos dos. El Sgto. Panero fue el encargado de probar el paso. Cogió tal velocidad bajando que al llegar a la altura de los nudos de unión, chocó con ellos a tal fuerza que se salió del arnés. No habíamos podido pararlo. Quedó colgado por un espacio de tiempo, que nos pareció eterno y en el que no nos fue posible reaccionar. Por suerte cuando cayó golpeó en una roca en forma de cuña. Eso fue lo que le salvó la vida. Se solucionó con unos meses ingresado en el hospital”





-”¡ Menudo susto!”

Como ya comenté en un principio, en El Carrascal teníamos que hacer servicio de Guardia. Dado el tamaño del emplazamiento requería un número importante de soldados. Esas maniobras creo que duraron unos quince días. Era imposible librar. Un día u otro te podía tocar. Rezábamos por que al menos tuviéramos suerte y no fuera un fin de semana, para uno que íbamos a estar…
Y sucedió lo inevitable:

-”¡Bingo!”

Nos nombraron como era lo normal, en las órdenes del día y ya conocimos donde pasaríamos las siguientes gloriosas veinticuatro horas.

Benja, Salas, Tajes, Koldo y como Cabo, yo.

Una vez presentados en el Cuerpo de Guardia, pasado revista a las armas y hecha la sustitución, 

tuvimos conocimiento de unos desagradables acontecimientos que habían ocurrido la noche anterior. Recogimos el relevo de una patrulla de veteranos. Nos pusieron en antecedentes. En el servicio anterior a ellos, de madrugada, un vehículo, al parecer una furgoneta, se detuvo en un lugar desde el que estuvo grabando. Los ocupantes estuvieron un periodo de tiempo desconocido. 




Debían de pensar que no les estaban observando y cuando una patrulla del perímetro se acercó a ellos salieron pitando sin posibilidad de ver nada más. Ni número de personas, ni color, ni marca ni modelo del automóvil. Sobra decir que los integrantes de ese destacamento al que se le había escapado tuvieron que dar muchas, pero que muchas explicaciones.



Al principio ha quedado reflejada, para desconcierto del lector, la existencia de una carretera pública que discurría por medio del acuartelamiento. Bueno pues este suceso provocó una alarma, en principio fundada, en la Unidad. A los puestos normales de guardia, varias garitas y control de acceso se instauraron unas medidas excepcionales encaminadas a neutralizar un posible atentado de la banda terrorista ETA. En aquella época estaban activos y cometiendo salvajes asesinatos sin sentido. Había habido terribles precedentes de acciones brutales en otras instalaciones militares.


-”Nos iba el pellejo ,¡y aquí no nos iban a pillar desprevenidos!”


Aparte de las patrullas perimetrales, a las que se añadieron perros, fueron colocándose soldados camuflados en lugares estratégicamente elegidos. Por ejemplo, sé de algunos veteranos que se pasaron largo periodo de tiempo tirados en una cuneta en apoyo al control de acceso. Inmóviles como nos habían enseñado, sin cartucho de fogueo, de advertencia en el cargador, y la recámara alimentada. Además de patrullas fuera del cuartel ocultas como avanzadilla



En esas estábamos cuando uno de esos pelotones exteriores contactó con un grupo de personas que intentaban acceder por un camino anexo a las instalaciones.
Noche cerrada, oscura como la boca de un lobo.

A continuación ruido uniforme e inconfundible al montar varios CETMES simultáneamente.

-”¡¡ALTO, QUIÉN VA!! Silencio. Pero por los dos bandos....

-”SANTO Y SEÑA, DÍGAME LA CONTRASEÑA O ABRIMOS FUEGO!!!

-¡¡QUIETOS, QUIETO TODO EL MUNDO, POR FAVOR !!

¡Esperad, somos de la Guardia Civil y estamos buscando a un fugitivo!

Aunque habían pasado 48 horas y advertidos de situaciones como esta, asumimos todas las medidas oportunas y necesarias para evitar un mal mayor e irreparable.
Me parece que todos sin excepción estuvieron de acuerdo en pensar: ”¡ Joder, menos mal ! ¡Menudo susto, la que se podía haber armado!
La tarde iba pasando y en esto, se presentó el Suboficial de Servicio. Como inmediato Distribuímos los servicios de la mejor forma posible. Yo como Cabo debía de estar en el Cuerpo de Guardia al tanto de las comunicaciones de la totalidad de los puestos, y a espera de noticias, preparado para apoyar al que lo necesitara.
superior nuestro vino a supervisar.

Al parecer los cocineros, soldados de reemplazo como nosotros, tenían del paseo cuando hubieran satisfecho sus necesidades amorosas, la costumbre de, para no ser controlados, saltar la valla perimetral que rodeaba al cuartel.  Esto sucedía al momento de retornar. 

Parece ser que ellos estaban rebajados de control en retreta y no estaban obligados a presentarse para el recuento antes del toque de silencio. Privilegio que aprovechaban para volver “sandungueras” y de cualquier otro tipo. Vamos, cuando les daba la gana. Específico, dentro del acuartelamiento.

El Mando nos encomendó la tarea de interceptar e identificar a los cocineros que volvieran fuera de hora y mediante accesos inusuales.

Habíamos entablado una cierta amistad con varios de ellos, y nos habían advertido de lo que pretendía el Suboficial que hiciéramos. Parece ser que, por algún motivo les tenía ganas.

No sé cómo se enteraron, ni me interesa. Pero quedó demostrado que eran un peso.

La verdad es que no me acuerdo ni creo que me acordaré nunca de sus identidades.

Estuvimos hablando entre nosotros, no era nuestra guerra así que decidimos hacer la vista gorda cuando volvieran.

Sin retreta, era imposible saber el número de ellos que habían volado, y por supuesto los que volvieran a deshora.

-”¿Además quién muerde la mano que le da de comer?”

Sí que aparecieron unos cuantos, pero también de otras Unidades, con diferentes graduaciones y en variados estados psicofísicos. Tan oscuro y de noche...

-”¡Apuesta a que no!”

En lugares adecuados para la observación garitas. Estas eran de una talla acorde con lo que las rodeaba. Nunca habíamos visto de ese tamaño y en madera. Calculo de unos cuatro.

Continuaba pasando el turno. Las diferentes garitas iban contestando a mi requerimiento.

-”¿Todas?” Todas no, faltaba de dar el "ok" la de Tajes.

-”¡Joder, siempre el mismo!. Espero que no le haya pasado nada y que no se haya metido  en un lío. Con la facilidad que tiene para ello…”

Así que cogí mi armamento y al ver que no me contestaba tras nuevos intentos de comunicación, me dirigí hacia su lugar de servicio.

Hace rato comenté el tamaño del cuartel. Era gigantesco y cercado por una valla.

-"Debe haber sido el viento. ¿Y Tajes?”. Miro debajo, no lo encuentro. Metros de altura y apoyadas en sus patas. Techumbre a dos aguas.

La noche era desapacible. El viento enseñoreaba el lugar y en semejante descampado, sin obstáculos que impidieran su camino, se convertía en fuerte vendaval.

Ululaba atravesando  los bosques de alrededor, sacudiendo los árboles como si fueran de papel y dibujando sombras inquietantes. Cualquier soldado un poco despistado o alterado, podía interpretar cosas que no veía en la realidad.

Siguiendo el camino que iba hacia el enclave, veo la garita tumbada.

-”¡Joder!, ¿no lo habrá aplastado…?

-”No lo sé, ví algo que se movía y como no me contestó cuando le pregunté monté el arma.

Luego me dí cuenta que no eran más que sombras de los árboles agitándose”.

Oigo ruidos metálicos. Conociendo como conocíamos el sonido que hacían las piezas del CETME al accionarse entre sí, no lo dudé:

-”¡Eso no era producto del viento, ni algo casual ni accidental!. ¡¡¡TAJES SOY KEPA,  TU CABO , RESPONDE, OSTIAS !!!”

-”Estoy aquí”. Le veo. Apoyado en una pared cercana, sentado y manipulando el armamento.

-”¿Qué haces con eso?”.

-”Es que me ha parecido ver algo, y he montado el arma”.

-”¿Te encuentras bien?, ¿qué es lo que has visto?”

-”¿Y qué haces ahora?”

- “Pues intentando sacar el cartucho de la recámara”

- “Vale, déjame a ver si puedo hacerlo”

Lo dejé murmurando entre dientes, pero conociendo a mi compañero  Cojo el fusíl y libero la recámara. Le retiro el cargador y no se lo devuelvo, le pido el otro.

Me lo entrega.

-”¿Para que los quieres?”

-”Me los llevo, no quiero que tengas un accidente. Además parece que no extrae bien”.

-“¿Y me vas a dejar desarmado?, ¿y si pasa algo?”.

-”¡Bah, tranquilo! Lo que tienes que hacer si ves algo, si ocurre cualquier cosa es comunicar inmediatamente y vendremos a ayudarte. Ya sabes que estamos pendientes”.

Una vez comprobado que disponía de un puesto adecuado para vigilar, desde el muro donde estaba apoyado salía un tejadillo que lo protegía de la lluvia, volví a mi puesto en el retén.

Pasé el resto de la guardia pendiente, especialmente de Tajes. Lo visité varias ocasiones para que estuviera tranquilo, sustituyéndolo cuando era oportuno. Cuando al día siguiente vino nuestro relevo, respiré tranquilo. Yo sopesando riesgos y beneficios de dejarle armado, opté por la elección para mí más adecuada.

Su comportamiento anterior otras veces, me había demostrado que su conducta podía no ser la ideal, y ante la duda…

-”Os preguntareis si el fusil andaba correctamente. ¡Por supuesto que funcionaba bien!, pero la situación lo requería”

-”¡Otro susto!”.

Bueno, este fue el último. Tras dar una vuelta por los demás puestos, y comentar lo que había sucedido, todos coincidieron en mi decisión.

Acabamos en el Carrascal, habiendo cambiado física y mentalmente. Ahora ya no nos poníamos nerviosos en situaciones difíciles, al menos en similares circunstancias, alguna de ese tipo.

Aprendimos a desenvolvernos en lugares escarpados, controlando el miedo, ignorando el vértigo, aunque respetando los riesgos inherentes de las actividades desempeñadas.

Ya éramos capaces de ayudar a alguien en apuros en una pared sin poner en riesgo  ni a la víctima ni a nuestros iguales, ni a nosotros…

A dominar los materiales e instrumentos necesarios para utilizar en cualquier imprevisto, y neutral izarlo.

Todo lo que a lo largo de estos quince días sucedió, fue producto de las estresantes circunstancias en las que estábamos inmersos. La inmensa mayoría de la Compañía no había tenido ningún contacto ni experiencia.



Creo que añadiendo a las dificultades diarias en las paredes, las condiciones del campamento, y el contacto permanente, aún en ese agobiante ambiente, tuvimos dos factores importantes que evitaron cualquier accidente grave:

- Una, la suerte disfrazada de rutina, revisiones, comprobaciones, más inspecciones e infinidad de controles que encontraron los errores latentes en las noveles cordadas. (Al menos en casi todas...)

-Y dos, y no por ello menos relevante, la paciencia, preparación, sacrificio profesionalidad de los Mandos a cargo de nuestro adiestramiento.

Para tratar con aprendices en situación como la nuestra, aparte de otras cosas, hay que tener mucha vocación.

No recuerdo ningún hecho relevante, digno de ser contado en este escrito, aparte de lo ya reseñado.

Una vez más espero no haber disgustado a nadie, no era mi intención. Si no es así pido perdón.

También espero que este texto lleno de anécdotas sea corroborado por los protagonistas que se reconozcan en ellos, y que lo enriquezcan con sus aportaciones.

Un abrazo.

En Bilbao, a 30 de Marzo de 2014.

Nota: hoy, día 30 de Marzo de este año, mi reemplazo el 2º de 1987, cumple el veintisiete aniversario de la incorporación a filas. No nos debió de ir tan mal...

Fdo. Kepa San Blas, veterano de la Compañía de Esquiadores Escaladores nº 51.

“Seguimos abriendo huella…”.


2 comentarios:

Unknown dijo...

Es fantástico el relato y la manera de describir ciertos detalles. Vocabulario muy amplio y abierto. Me ha gustado, me he sentido allí de nuevo.

Unknown dijo...

Excelente relato. En verano de 81, las instalaciones, no estaban tan bien acondicionadas. Las práctica duraron un mes. Habíamos estado antes, en una horrible marcha nocturna desde Pamplona. Y en un curso de mandos.

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