Hola!. Me han pedido que inicie el prólogo de este libro y me presente. A eso voy.
Mi nombre es Pedro Mª San Blas,
aunque mis amigos me llaman Kepa, su traducción al euskera.
Hace muchos años, y debido a la
situación de crisis generalizada, tuve que tomar mi primera decisión relevante.
Drogas, malas compañías, resultados académicos deficientes y falta de
expectativas, me empujaron a abandonar
el instituto. La familia necesitaba un dinero extra para salir adelante.
No lo dudé. Me enteré de una
tienda donde requerían a un chaval de 16 años para trabajar. Tenté a la suerte
y me salió cara. Fui contratado por una de las más importantes zapatearías de
Bilbao, mi ciudad. Comenzaba de recadista, aunque en realidad fuera una especie
de chico para todo.
Con el tiempo fui adquiriendo
conocimientos y experiencia en mi trabajo. Ello me hizo ascender en la escala
laboral de mi empresa.
Allí trabajé durante tres años.
Según la ley vigente entonces, debían de hacerme un contrato fijo.
No contaba con que en Marzo de
1987, fuera llamado a filas. Entré en el bombo del sorteo de mozos de la VI
Región Militar, para realizar el Servicio Militar Obligatorio.
El sueño de ayudar a mi familia y
ser dependiente de zapatería, se truncó súbitamente.
La verdad es que esta
circunstancia lejos de integrarme en el
estamento militar, me hizo mirar con cierto desprecio hacia lo caqui.
Había perdido un empleo fijo, por tener
que ir a la “mili”.
¿Quién hubiera pensado de
diferente manera?. Además, viviendo en el País Vasco, el rechazo al Ejército
era mucho más que patente, era auténtico desprecio en círculos extremistas y
radicales. No frecuentaba esas compañías, aunque yo por otro lado, jamás me
hubiera significado ni en un sentido ni en otro. Simplemente, como la mayoría
de jóvenes, pasábamos de política, y de malos rollos.
Pero, ¿a quién no le hubiera
“jodido” que le impidieran acceder a un puesto de trabajo fijo por tener que ir
a la “mili”?... ¿Eh?.
En el sorteo me tocó completar el
periodo de instrucción en Pamplona, en el cuartel de Aizoaín. Había una Unidad
de Instrucción de reclutas. La UNIN-13. Se componía de una Compañía, la número
5 y esta, a su vez en dos secciones, la primera, (la mía, en la que inicié mi
periodo de prácticas) y la segunda. .
Los primeros días en el
acuartelamiento fueron duros. Yo venía de la empresa privada. Conocía lo que
era respetar una autoridad, callar y cumplir órdenes; pero esto era demasiado.
Me rompió todos los esquemas, aún sabiendo lo que esperaba, no comprendía el
trato que se nos daba, ni las condiciones a las que estábamos sometidos.
Según iba pasando el tiempo, iba
acostumbrándome a la rutina cuartelera, aunque no comulgase con ella.
Lo primero que recuerdo de ellos
fue el eco de sus pasos. Un ruido fuerte, diferente, acompasado y uniforme.
Estábamos formados en el patio
para entrar a desayunar y no pudimos evitar mirar de reojo, (por supuesto sin
movernos), al oírlo.
Era una unidad que, como
nosotros, iba al comedor, pero lo hacía a paso ligero, provocando un sonido
monocorde, similar al de un tren cuando comienza a rodar en la estación. Tanto
los soldados como sus Mandos, sin distinción, iban de la misma manera. Notamos
que eran los únicos del cuartel que lo hacían.
Por otra parte, cualquier
movimiento de orden cerrado en formación, suponía un espectáculo bastante
diferente al que estábamos acostumbrados. Golpes secos y justos. Todos a una, y
lo más difícil: a la vez.
Más tarde, comentando entre
nosotros, supimos que esos soldados de tez cetrina, morenos por el contacto
diario con las inclemencias del tiempo, y calados con una ¿boina? caqui, eran
los esquiadores. Todos los demás soldados del cuartel llevaban gorra, excepto
una pequeña sección de esquiadores del Batallón, eso los distinguía.
A la tarde en el Hogar del
Soldado, mientras tomábamos unas cervezas con veteranos de otras compañías,
fuimos advertidos de que si queríamos un servicio militar tranquilo, rogáramos
por no tener como destino esquiadores. Aun hablando así, cuando los nombraban,
lo hacían con cierto respeto. Y es que las cosas que practicaban eran muy
diferentes, aunque para lograrlas eran exprimidos al máximo. Eso era algo que
no gustaba a la mayoría de los soldados de reemplazo.
Pasaron los días y cuando
faltaban pocas semanas para la Jura de Bandera, apareció un Sargento de Esquiadores.
Se hizo cargo de nuestra sección y comenzó repartiendo parches de su Unidad.
Debíamos coserlos en el brazo derecho de nuestra “chupita”, la reglamentaria
prenda.
La misión del Mando era preparar a los futuros esquiadores para sus experiencias venideras.
Preguntó con
insistencia si teníamos otro uniforme.
Al parecer la carencia del otro
uniforme, motivaba nuestra exención de instrucción de combate, los odiados
barrigazos, y eso parecía más que incomodarlo.
Por ahora teníamos suerte, aunque
algo empezara a oler mal…
Comenzamos a hacer cosas que los
reclutas de la otra sección no hacían, y con una intensidad mucho mayor.
Gimnasia, marchas, orden de combate, etc…
El Sargento Segura, luego conocí
su nombre, se encargó de machacarnos, casi fundirnos.
Más adelante, nos hicieron elegir
destinos. Cada uno su preferido, acorde con las expectativas que tenía de su
futuro castrense.
Durante muchos años pensé que fui
obligado a servir en la Compañía, como más de la mitad en mi sección
definitiva, la segunda.
Las modas y los entornos ocultan
a veces la realidad. Por comodidad, o por evitar otros conflictos, dependiendo
por donde te movieras, podía ser mal visto el presentarse voluntario a esos
destinos; prácticamente te acusaban de colaboración con el Ejército. Y según
las zonas donde vivías, eso era tabú.
Cuando era preguntado por ello
siempre decía: — Entré obligado en Esquiadores.
Y como siempre, cuando algo falso
se repite muchas veces, durante largo tiempo, acaba por sustituir a la
menoscabada realidad.
Por otra parte, no encajaba
cuando orgulloso pero discreto, comentaba que yo sí que había aprendido cosas
en la “mili”.
Algo chirriaba.
Pasados unos veinticinco años
aprox., descubrí el grupo en Facebook de veteranos de la Compañía, y recobré
parte del orgullo olvidado, que no perdido.
Conocí en la red a compañeros de
mi Unidad con los que nunca compartí periodo militar alguno, ni tuve la suerte
de estar en persona con ellos jamás. Gente de otros reemplazos con las mismas
inquietudes, al menos que yo. Personas comprometidas con la creación y
mantenimiento de nuestra memoria colectiva, como Francesc, creador del grupo, o
Juan Florencio, verdadera alma mater de nuestra agrupación. Gente con ganas de
trabajar por el conjunto sin recibir nada a cambio.
Poco a poco numerosos compañeros
fueron uniéndose y renovando el espíritu de camaradería adquirido, mención
especial al incansable y alborotador núcleo astur de la Compañía: los
irreductibles Chus, José Ángel, Pachu…A estos dos últimos tuve la suerte de
tenerlos como veteranos y aunque los distinguía entonces, hoy empiezo a
conocerlos. Y muchos más que me perdonen si no los pongo, con más de
trescientos miembros, es imposible citar a todos.
Comencé a recabar antiguas
anécdotas autobiográficas y probé a escribirlas. Desde siempre percibí que lo
vivido allí rozaba lo extraordinario, tenía la necesidad de transmitirlo.
A los compañeros parecía que les
gustaba mi forma de contar las cosas, así que me ofrecí a relatar las de otros.
Mi idea era que no se olvidaran. Asimismo, fui horadando en mis recuerdos.
Conseguí escanear mis fotos de entonces y poco a poco las empecé a mostrar.
Veía las de los demás y en ellas, aunque no aparecía, también me reconocía.
Algo importante se estaba
gestando en el colectivo, y me sentía parte de ello.
Entonces las encontré.
O ellas a mi, no lo sé.
Localicé un fajo de cartas que
había estado enviando durante aquel largo año a mi antigua novia. La que hoy en
día es mi pareja. Ella las había guardado como un recuerdo de aquella época,
algo querido de entonces.
Eran muchas, casi una por semana.
En ellas reflejé mi experiencia vital. El abatimiento inicial, desánimo a
veces, pero también la ilusión cotidiana, la expectación de una nueva
maniobra... Las leí de nuevo y me trasladé a lugares perdidos en la memoria.
Encontré datos de primera mano sobre el día a día de mi servicio militar.
Por fin pude reencontrarme con mi
realidad.
¡Y esta era que me alisté
voluntario en la Compañía!.
La verdad es que mi forma de ser
se ciñe mejor a eso, que a lo que pensaba me había ocurrido en la elección de
destinos. Nunca me ha gustado dejar las cosas a su suerte, y en aquella ocasión
tan importante no iba a ser menos.
A pesar de la destinataria de las
misivas, tomé mi decisión y viví una de las más importantes etapas de mi vida.
En la Compañía empecé a entender
el significado de palabras como disciplina, agotamiento...límite y sacrificio.
Traspasamos nuestro umbral de resistencia hasta situarlo en algún lejano e
ignoto lugar de los Pirineos.
Aun siendo deportista toda mi
vida, (en aquella época hacía judo y era futbolista federado), no había
conocido prácticas similares, y aunque físicamente estaba bien entrenado, mi
cuerpo se revelaba ante tamaña tortura. ¡No puedo imaginarme como lo pasarían
otros menos preparados que yo!.
Recibí adiestramiento en multitud de técnicas,
aunque una de las más notables y desapercibida, es la forma de enfrentarse a
las dificultades. Aprendí que no hay enemigo pequeño, ni tampoco demasiado
grande.
El respeto por cualquier oponente
y la tenacidad a la hora de conseguir lo anhelado, apoyándome en los compañeros
y ellos en mi por igual. Confianza y lealtad.
Otra y creo que tan importante o
más que las anteriores, es la de enseñarme a pensar de manera distinta. Me explico, no puedes
conseguir a veces el mismo fin con diferentes medios; aunque con iniciativa e
imaginación se pueden hacer milagros…
Por último, pienso que todos
nosotros, los que disfrutamos de esa pertenencia que jamás se destierra,
tuvimos la suerte de ser destinados a la Cía. Era a mi entender, la única
unidad de aquel entonces en la que a diferencia de la mayoría de las demás del
Ejército, en la que lejos de impedir que pensáramos, éramos obligados a ello
por las circunstancias que nuestros entonces Mandos, hoy compañeros del grupo,
nos imponían.
Todavía recuerdo unas maniobras
de combate en población. Estábamos en el fuerte San Cristóbal, cuya
construcción corona la cima del monte Ezkaba, a las afueras de Pamplona.
El Teniente Gil pasa las órdenes
al responsable de la escuadra, al Cabo o sea a mi. En ese momento debió de
darse cuenta de que los demás miembros, otros cuatro soldados más, no habían
prestado atención a lo que a través de
mi, nos había encomendado. Justo cuando iba a informar de las instrucciones y
la misión a mis compañeros, el Mando con la flema que le caracterizaba, y
haciendo el gesto de inclinar el pulgar hacia abajo del Emperador, condenando
al desafortunado gladiador, me dice:
—¡Romano, caja!— refiriéndose al
ataúd, creo. ¡Estaba oficialmente muerto!. ¡Un francotirador me había
alcanzado!.
Imaginaba la pobre de mi novia, y
mis padres al ser informados; ¡aunque los que más me iban a echar de menos
estaban delante mío !
Desde ese momento, mi escuadra
tuvo que desenvolverse sin saber cual era la misión que tenía que realizar,
como completarla y con un componente menos. Eso en un laberinto en tres
dimensiones: varios edificios con sus plantas, por encima y por debajo del
nivel del suelo, inundaciones y sorpresas por doquier.
¡Vamos el “búscate la vida” en
versión “lo tienes muy jodido”!.
Y como ese, multitud de casos con
distintas dificultades.
Salíamos como podíamos de
situaciones complicadas; nos forzaban a ejercitar decisiones vetadas en
cualquier otra agrupación, haciendo gala de una excepcional improvisación.
Como aquella vez en la que nos
ordenaron penetrar en el cuartel sin ser detectados. Trepamos por la valla
perimetral y su alambrada, e irrumpimos por las cocinas cuando estaban preparando el rancho, hecho que motivó las
quejas del Oficial de cocina que nos fueron transmitidas entre sonrisas por
nuestros Mandos. Siempre dentro de una estricta
disciplina y respeto.
Creo no equivocarme al decir que estuvimos en una unidad en la que
nos obligaron a valorar, razonar y tomar decisiones. Nos movíamos en pequeños
grupos, facilitando esa forma de enfrentar los problemas.
Y eso hoy en día, sirve como
método para medir la inteligencia de los individuos: el poner a una persona en
una situación en la que tenga que conseguir hacer algo sin los medios normales,
adecuados y tradicionales para ello.
¡Qué paradoja, el Ejército
enseñándote a pensar, cuando siempre habíamos oído lo contrario!.
El título de este libro ha sido
elegido “a la limón” entre Juan Florencio y yo.
Creemos que “abriendo huella”
sintetiza todas las virtudes y penurias comprendidas en ese año de servicio.
Cualquiera que conozca el término
sabe que se refiere a la técnica que se utiliza para desplazarse por nieve
virgen. La blancura impide ver la perspectiva del relieve, posibles riesgos o
peligros. Asimismo, el esquiador que con las pieles de foca adheridas a las
suelas de sus esquís y apoyado en los bastones, va sólo o en primer lugar del
grupo, es lógicamente el que abre la huella. Para ese empeño se necesita gran
fortaleza física, ya que todos los demás se aprovecharán del sendero abierto.
En él depositan su fe ciegamente, y cuando el compañero disminuya el ritmo
debido a lo agotador de la tarea, generosamente sin dudarlo, otro pasará a
ocupar su puesto.
Nuevos horizontes. Sacrificio,
dureza y extenuación. Compañerismo y generosidad.
Alguien siempre tiene que dar el
primer paso, alguien debe de abrir la huella, y creo que fuimos entrenados para
afrontar la vida desde esa perspectiva.
¡Qué se le va a hacer!, los
esquiadores nunca nos hemos escondido, y aún una eternidad después de vivir
aquellas experiencias, creo que seguimos horadando la nieve con nuestras
espátulas.
Hay que hacerlo, y ni siquiera nos planteamos otra
posibilidad. Todo eso motiva que el que nos conoce nos respete. Como en una
ocasión en la que compartiendo unas cervezas coincidimos, y dijo un Legionario:
—sabemos que quien es capaz de
subir montañas, es capaz de caminar en cualquier terreno. En eso nos lleváis
ventaja, y por eso os tenemos un enorme respeto.— algo recíproco por nuestra
parte.
La idea al realizar este libro ha
sido, por una parte sacar a la luz la historia real de nuestra Compañía, conseguida
tras largas investigaciones realizadas en su mayor parte por Juan Florencio,
que ejerce de relator.
A continuación, recopilar
anécdotas contadas en su mayoría por mi, aunque no hubiera sido el protagonista
de muchas de ellas, sí viví algunas. Destilamos los relatos en largas noches de
insomnio entre los participantes reales y los compañeros que querían aportar
algo. La esperanza de perpetuar ese recuerdo, nos ha motivado a hacerlo.
Todavía no entiendo como un
periodo tan corto, sea capaz de modelar a alguien de forma tan profunda y
generalizada. Y después de una eternidad, ilusionar a tanta gente. No les cabe
en la cabeza a los que nos observan, pero es que eso hay que vivirlo.
Sólo nosotros lo entendemos.
Por todo ello, no puedo más que
sentirme orgulloso de haber servido en mi Cía.; sí, porque es mía y de todos
los que la compartimos en un periodo de nuestra vida, ya sea como tropa o
Mando.
Hoy en día, cuando enseño a mis
hijos algún nudo, técnica de orientación, u otra cosa aprendida entonces, que
normalmente nos saca de un apuro, ellos ya ni me preguntan porque lo saben.
Pero cuando cualquier otra persona sorprendida lo hace, satisfecho sigo respondiendo:
—¡Yo sí que aprendí un montón de
cosas en la “Mili”, pero en la Compañía de Esquiadores Escaladores.
Nota : Al terminar mi periodo de
Servicio Militar, debo decir que me guardaron el puesto de trabajo en la
tienda. El círculo se cerró... ¿o no?, bueno, eso ya es otra historia...
Sirva el presente libro como
homenaje a los compañeros fallecidos en acto de servicio de la Compañía de
Esquiadores Escaladores, y en segundo lugar dedicado a todos los que
compartimos de alguna forma, parte de nuestra juventud en ella.
Un fuerte abrazo.
En Bilbao, a 27 de Agosto de
2014.
Fdo. Kepa San Blas, veterano del
2º reemplazo de 1987.