28 ago 2014

KEPA, PRESENTACIÓN


Hola!. Me han pedido que inicie el prólogo de este libro y me presente. A eso voy.

Mi nombre es Pedro Mª San Blas, aunque mis amigos me llaman Kepa, su traducción al euskera.

Hace muchos años, y debido a la situación de crisis generalizada, tuve que tomar mi primera decisión relevante. Drogas, malas compañías, resultados académicos deficientes y falta de expectativas, me empujaron a  abandonar el instituto. La familia necesitaba un dinero extra para salir adelante.

No lo dudé. Me enteré de una tienda donde requerían a un chaval de 16 años para trabajar. Tenté a la suerte y me salió cara. Fui contratado por una de las más importantes zapatearías de Bilbao, mi ciudad. Comenzaba de recadista, aunque en realidad fuera una especie de chico para todo.

Con el tiempo fui adquiriendo conocimientos y experiencia en mi trabajo. Ello me hizo ascender en la escala laboral de mi empresa.

Allí trabajé durante tres años. Según la ley vigente entonces, debían de hacerme un contrato fijo.

No contaba con que en Marzo de 1987, fuera llamado a filas. Entré en el bombo del sorteo de mozos de la VI Región Militar, para realizar el Servicio Militar Obligatorio.

El sueño de ayudar a mi familia y ser dependiente de zapatería, se truncó súbitamente.

La verdad es que esta circunstancia lejos de integrarme en el  estamento militar, me hizo mirar con cierto desprecio hacia lo caqui. Había perdido un empleo fijo, por tener  que ir a la “mili”.

¿Quién hubiera pensado de diferente manera?. Además, viviendo en el País Vasco, el rechazo al Ejército era mucho más que patente, era auténtico desprecio en círculos extremistas y radicales. No frecuentaba esas compañías, aunque yo por otro lado, jamás me hubiera significado ni en un sentido ni en otro. Simplemente, como la mayoría de jóvenes, pasábamos de política, y de malos rollos.

Pero, ¿a quién no le hubiera “jodido” que le impidieran acceder a un puesto de trabajo fijo por tener que ir a la “mili”?... ¿Eh?.

En el sorteo me tocó completar el periodo de instrucción en Pamplona, en el cuartel de Aizoaín. Había una Unidad de Instrucción de reclutas. La UNIN-13. Se componía de una Compañía, la número 5 y esta, a su vez en dos secciones, la primera, (la mía, en la que inicié mi periodo de prácticas) y la segunda.  .



Los primeros días en el acuartelamiento fueron duros. Yo venía de la empresa privada. Conocía lo que era respetar una autoridad, callar y cumplir órdenes; pero esto era demasiado. Me rompió todos los esquemas, aún sabiendo lo que esperaba, no comprendía el trato que se nos daba, ni las condiciones a las que estábamos sometidos.

Según iba pasando el tiempo, iba acostumbrándome a la rutina cuartelera, aunque no comulgase con ella.

Lo primero que recuerdo de ellos fue el eco de sus pasos. Un ruido fuerte, diferente, acompasado y uniforme.

Estábamos formados en el patio para entrar a desayunar y no pudimos evitar mirar de reojo, (por supuesto sin movernos), al oírlo.

Era una unidad que, como nosotros, iba al comedor, pero lo hacía a paso ligero, provocando un sonido monocorde, similar al de un tren cuando comienza a rodar en la estación. Tanto los soldados como sus Mandos, sin distinción, iban de la misma manera. Notamos que eran los únicos del cuartel que lo hacían.

Por otra parte, cualquier movimiento de orden cerrado en formación, suponía un espectáculo bastante diferente al que estábamos acostumbrados. Golpes secos y justos. Todos a una, y lo más difícil: a la vez.

Destilaban disciplina y marcialidad.




Más tarde, comentando entre nosotros, supimos que esos soldados de tez cetrina, morenos por el contacto diario con las inclemencias del tiempo, y calados con una ¿boina? caqui, eran los esquiadores. Todos los demás soldados del cuartel llevaban gorra, excepto una pequeña sección de esquiadores del Batallón, eso los distinguía.

A la tarde en el Hogar del Soldado, mientras tomábamos unas cervezas con veteranos de otras compañías, fuimos advertidos de que si queríamos un servicio militar tranquilo, rogáramos por no tener como destino esquiadores. Aun hablando así, cuando los nombraban, lo hacían con cierto respeto. Y es que las cosas que practicaban eran muy diferentes, aunque para lograrlas eran exprimidos al máximo. Eso era algo que no gustaba a la mayoría de los soldados de reemplazo.

Pasaron los días y cuando faltaban pocas semanas para la Jura de Bandera, apareció un Sargento de Esquiadores. Se hizo cargo de nuestra sección y comenzó repartiendo parches de su Unidad. Debíamos coserlos en el brazo derecho de nuestra “chupita”, la reglamentaria prenda.




La misión del Mando era preparar a los futuros esquiadores para sus experiencias venideras.

Preguntó con insistencia si teníamos otro uniforme.

—¡Os quiero en el barro YA!!— palabras textuales.




Al parecer la carencia del otro uniforme, motivaba nuestra exención de instrucción de combate, los odiados barrigazos, y eso parecía más que incomodarlo.

Por ahora teníamos suerte, aunque algo empezara a oler mal…

Comenzamos a hacer cosas que los reclutas de la otra sección no hacían, y con una intensidad mucho mayor. Gimnasia, marchas, orden de combate, etc…

El Sargento Segura, luego conocí su nombre, se encargó de machacarnos, casi fundirnos.

Más adelante, nos hicieron elegir destinos. Cada uno su preferido, acorde con las expectativas que tenía de su futuro castrense.

Durante muchos años pensé que fui obligado a servir en la Compañía, como más de la mitad en mi sección definitiva, la segunda.

Las modas y los entornos ocultan a veces la realidad. Por comodidad, o por evitar otros conflictos, dependiendo por donde te movieras, podía ser mal visto el presentarse voluntario a esos destinos; prácticamente te acusaban de colaboración con el Ejército. Y según las zonas donde vivías, eso era tabú.

Cuando era preguntado por ello siempre decía: — Entré obligado en Esquiadores.

Y como siempre, cuando algo falso se repite muchas veces, durante largo tiempo, acaba por sustituir a la menoscabada realidad.

Por otra parte, no encajaba cuando orgulloso pero discreto, comentaba que yo sí que había aprendido cosas en la “mili”.

Algo chirriaba.

Pasados unos veinticinco años aprox., descubrí el grupo en Facebook de veteranos de la Compañía, y recobré parte del orgullo olvidado, que no perdido.

Conocí en la red a compañeros de mi Unidad con los que nunca compartí periodo militar alguno, ni tuve la suerte de estar en persona con ellos jamás. Gente de otros reemplazos con las mismas inquietudes, al menos que yo. Personas comprometidas con la creación y mantenimiento de nuestra memoria colectiva, como Francesc, creador del grupo, o Juan Florencio, verdadera alma mater de nuestra agrupación. Gente con ganas de trabajar por el conjunto sin recibir nada a cambio.

Poco a poco numerosos compañeros fueron uniéndose y renovando el espíritu de camaradería adquirido, mención especial al incansable y alborotador núcleo astur de la Compañía: los irreductibles Chus, José Ángel, Pachu…A estos dos últimos tuve la suerte de tenerlos como veteranos y aunque los distinguía entonces, hoy empiezo a conocerlos. Y muchos más que me perdonen si no los pongo, con más de trescientos miembros, es imposible citar a todos.

Comencé a recabar antiguas anécdotas autobiográficas y probé a escribirlas. Desde siempre percibí que lo vivido allí rozaba lo extraordinario, tenía la necesidad de transmitirlo.

A los compañeros parecía que les gustaba mi forma de contar las cosas, así que me ofrecí a relatar las de otros. Mi idea era que no se olvidaran. Asimismo, fui horadando en mis recuerdos. Conseguí escanear mis fotos de entonces y poco a poco las empecé a mostrar. Veía las de los demás y en ellas, aunque no aparecía, también me reconocía.

Algo importante se estaba gestando en el colectivo, y me sentía parte de ello.

Entonces las encontré.

O ellas a mi, no lo sé.

Localicé un fajo de cartas que había estado enviando durante aquel largo año a mi antigua novia. La que hoy en día es mi pareja. Ella las había guardado como un recuerdo de aquella época, algo querido de entonces.

Eran muchas, casi una por semana. En ellas reflejé mi experiencia vital. El abatimiento inicial, desánimo a veces, pero también la ilusión cotidiana, la expectación de una nueva maniobra... Las leí de nuevo y me trasladé a lugares perdidos en la memoria. Encontré datos de primera mano sobre el día a día de mi servicio militar.

Por fin pude reencontrarme con mi realidad.

¡Y esta era que me alisté voluntario en la Compañía!.

La verdad es que mi forma de ser se ciñe mejor a eso, que a lo que pensaba me había ocurrido en la elección de destinos. Nunca me ha gustado dejar las cosas a su suerte, y en aquella ocasión tan importante no iba a ser menos.

A pesar de la destinataria de las misivas, tomé mi decisión y viví una de las más importantes etapas de mi vida.

En la Compañía empecé a entender el significado de palabras como disciplina, agotamiento...límite y sacrificio. Traspasamos nuestro umbral de resistencia hasta situarlo en algún lejano e ignoto lugar de los Pirineos.


Aun siendo deportista toda mi vida, (en aquella época hacía judo y era futbolista federado), no había conocido prácticas similares, y aunque físicamente estaba bien entrenado, mi cuerpo se revelaba ante tamaña tortura. ¡No puedo imaginarme como lo pasarían otros menos preparados que yo!.

Recibí adiestramiento en multitud de técnicas, aunque una de las más notables y desapercibida, es la forma de enfrentarse a las dificultades. Aprendí que no hay enemigo pequeño, ni tampoco demasiado grande.

El respeto por cualquier oponente y la tenacidad a la hora de conseguir lo anhelado, apoyándome en los compañeros y ellos en mi por igual. Confianza y lealtad.

Otra y creo que tan importante o más que las anteriores, es la de enseñarme a pensar de  manera distinta. Me explico, no puedes conseguir a veces el mismo fin con diferentes medios; aunque con iniciativa e imaginación se pueden hacer milagros…

Por último, pienso que todos nosotros, los que disfrutamos de esa pertenencia que jamás se destierra, tuvimos la suerte de ser destinados a la Cía. Era a mi entender, la única unidad de aquel entonces en la que a diferencia de la mayoría de las demás del Ejército, en la que lejos de impedir que pensáramos, éramos obligados a ello por las circunstancias que nuestros entonces Mandos, hoy compañeros del grupo, nos imponían.

Todavía recuerdo unas maniobras de combate en población. Estábamos en el fuerte San Cristóbal, cuya construcción corona la cima del monte Ezkaba, a las afueras de Pamplona.

El Teniente Gil pasa las órdenes al responsable de la escuadra, al Cabo o sea a mi. En ese momento debió de darse cuenta de que los demás miembros, otros cuatro soldados más, no habían prestado atención  a lo que a través de mi, nos había encomendado. Justo cuando iba a informar de las instrucciones y la misión a mis compañeros, el Mando con la flema que le caracterizaba, y haciendo el gesto de inclinar el pulgar hacia abajo del Emperador, condenando al desafortunado gladiador, me dice:

—¡Romano, caja!— refiriéndose al ataúd, creo. ¡Estaba oficialmente muerto!. ¡Un francotirador me había alcanzado!.

Imaginaba la pobre de mi novia, y mis padres al ser informados; ¡aunque los que más me iban a echar de menos estaban delante mío !

Desde ese momento, mi escuadra tuvo que desenvolverse sin saber cual era la misión que tenía que realizar, como completarla y con un componente menos. Eso en un laberinto en tres dimensiones: varios edificios con sus plantas, por encima y por debajo del nivel del suelo, inundaciones y sorpresas por doquier.

¡Vamos el “búscate la vida” en versión “lo tienes muy jodido”!.

Y como ese, multitud de casos con distintas dificultades.

Salíamos como podíamos de situaciones complicadas; nos forzaban a ejercitar decisiones vetadas en cualquier otra agrupación, haciendo gala de una excepcional improvisación.

Como aquella vez en la que nos ordenaron penetrar en el cuartel sin ser detectados. Trepamos por la valla perimetral y su alambrada, e irrumpimos por las cocinas cuando estaban  preparando el rancho, hecho que motivó las quejas del Oficial de cocina que nos fueron transmitidas entre sonrisas por nuestros Mandos. Siempre dentro de una estricta disciplina y respeto.

Creo no equivocarme al  decir que estuvimos en una unidad en la que nos obligaron a valorar, razonar y tomar decisiones. Nos movíamos en pequeños grupos, facilitando esa forma de enfrentar los problemas.

Y eso hoy en día, sirve como método para medir la inteligencia de los individuos: el poner a una persona en una situación en la que tenga que conseguir hacer algo sin los medios normales, adecuados y tradicionales para ello.

¡Qué paradoja, el Ejército enseñándote a pensar, cuando siempre habíamos oído lo contrario!.

El título de este libro ha sido elegido “a la limón” entre Juan Florencio y yo.

Creemos que “abriendo huella” sintetiza todas las virtudes y penurias comprendidas en ese año de servicio.

Cualquiera que conozca el término sabe que se refiere a la técnica que se utiliza para desplazarse por nieve virgen. La blancura impide ver la perspectiva del relieve, posibles riesgos o peligros. Asimismo, el esquiador que con las pieles de foca adheridas a las suelas de sus esquís y apoyado en los bastones, va sólo o en primer lugar del grupo, es lógicamente el que abre la huella. Para ese empeño se necesita gran fortaleza física, ya que todos los demás se aprovecharán del sendero abierto. En él depositan su fe ciegamente, y cuando el compañero disminuya el ritmo debido a lo agotador de la tarea, generosamente sin dudarlo, otro pasará a ocupar su puesto.

Nuevos horizontes. Sacrificio, dureza y extenuación. Compañerismo y generosidad.

Alguien siempre tiene que dar el primer paso, alguien debe de abrir la huella, y creo que fuimos entrenados para afrontar la vida desde esa perspectiva.

¡Qué se le va a hacer!, los esquiadores nunca nos hemos escondido, y aún una eternidad después de vivir aquellas experiencias, creo que seguimos horadando la nieve con nuestras espátulas.

Hay que  hacerlo, y ni siquiera nos planteamos otra posibilidad. Todo eso motiva que el que nos conoce nos respete. Como en una ocasión en la que compartiendo unas cervezas coincidimos,  y dijo un Legionario:

—sabemos que quien es capaz de subir montañas, es capaz de caminar en cualquier terreno. En eso nos lleváis ventaja, y por eso os tenemos un enorme respeto.— algo recíproco por nuestra parte.

La idea al realizar este libro ha sido, por una parte sacar a la luz la historia real de nuestra Compañía, conseguida tras largas investigaciones realizadas en su mayor parte por Juan Florencio, que ejerce de relator.

A continuación, recopilar anécdotas contadas en su mayoría por mi, aunque no hubiera sido el protagonista de muchas de ellas, sí viví algunas. Destilamos los relatos en largas noches de insomnio entre los participantes reales y los compañeros que querían aportar algo. La esperanza de perpetuar ese recuerdo, nos ha motivado a hacerlo.

Todavía no entiendo como un periodo tan corto, sea capaz de modelar a alguien de forma tan profunda y generalizada. Y después de una eternidad, ilusionar a tanta gente. No les cabe en la cabeza a los que nos observan, pero es que eso hay que vivirlo.

Sólo nosotros lo entendemos.

Por todo ello, no puedo más que sentirme orgulloso de haber servido en mi Cía.; sí, porque es mía y de todos los que la compartimos en un periodo de nuestra vida, ya sea como tropa o Mando.

Hoy en día, cuando enseño a mis hijos algún nudo, técnica de orientación, u otra cosa aprendida entonces, que normalmente nos saca de un apuro, ellos ya ni me preguntan porque lo saben. Pero cuando cualquier otra persona sorprendida lo hace, satisfecho sigo  respondiendo:

—¡Yo sí que aprendí un montón de cosas en la “Mili”, pero en la Compañía de Esquiadores Escaladores.



Nota : Al terminar mi periodo de Servicio Militar, debo decir que me guardaron el puesto de trabajo en la tienda. El círculo se cerró... ¿o no?, bueno, eso ya es otra historia...

Sirva el presente libro como homenaje a los compañeros fallecidos en acto de servicio de la Compañía de Esquiadores Escaladores, y en segundo lugar dedicado a todos los que compartimos de alguna forma, parte de nuestra juventud en ella.

Un fuerte abrazo.

En Bilbao, a 27 de Agosto de 2014.


Fdo. Kepa San Blas, veterano del 2º reemplazo de 1987.






1991, Transición

La última Ley del Servicio Militar Obligatorio fue la nº 13/1991 cuyo cambio más significativo era pasar de 12 a 9 meses la duración del servicio activo, mientras que el periodo de reserva se cancelaba al cumplir los treinta años de edad.

Lógicamente adaptar las exigencias físicas y técnicas de una  Compañía de Esquiadores a este nuevo periodo de servicio militar era una cuestión complicada. En 1991 la unidad estuvo bajo mínimos y las secciones disponibles estaban a la mitad de sus miembros habituales, no obstante, la instrucción y preparación continuo con su tónica habitual.

En aquellos años mandaba la compañía el Capitán D. Javier Aranguren Aramendia.

Una de las secciones al completo, solo 16 miembros, la mitad de lo habitual

































Todas las fotografías son aportación del veterano Jose Luis Fernandez Cueto.






21 ago 2014

El Sargento Obarrio


D. Jesus Obarrio, quien fuera Sargento de la Compañía de Esquiadores Escaladores 51, ha contribuido a nuestro archivo fotográfico con estas magnificas imágenes de diversos momentos de la unidad desde mediados de los 80 hasta 1994.

D. Jesus Obarrio, a la derecha